ARTÍCULOS

Lenguaje, institución y persona

Language, institution and person

Gustavo Alfredo Agüero [1]
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Lenguaje, institución y persona

Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 33, pp. 91-111, 2022

Universidad Politécnica Salesiana

2022.Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 15 Julio 2021

Revisado: 15 Octubre 2021

Aprobación: 20 Enero 2022

Publicación: 15 Julio 2022

Resumen: El esfuerzo reflexivo que aquí se propone se orienta a indagar sobre dos conceptos que se encuentran en el núcleo de nuestra constitución como seres racionales, es decir, como personas, nos referimos al pensamiento y al lenguaje. Lo que se busca, ante todo, es contemplar ese vínculo bajo una mirada un tanto diferente de las que suelen presentarse en la literatura que circula por los principales circuitos bibliográficos, que suelen provenir de la psicología, la lingüística y cada vez más de las neurociencias. Proponemos aquí una mirada que enfatice el vínculo de estos conceptos con regiones diferentes del espacio conceptual que habitamos, lo que abre instancias reflexivas que se revelan en su máxima expresión cuando revisamos o cuestionar cuestionamos ciertas comprensiones asumidas o heredadas sobre estos conceptos. Este recorrido transita por afirmaciones fuertes, a veces intencionalmente descuidadas y libre de matices, que ante todo buscan provocación, abrir debates, reacciones y nuevas producciones, antes que el cuidado del estilo y la cobertura de todos los flancos. No se resiste al humor ni al texto cotidiano, se expone, en definitiva, trata de abrir antes que de cerrar la conversación. Las personas somos seres complejos, seres de las instituciones, del lenguaje, no somos cuerpos ni estamos dentro de ellos; nuestros límites no se recortan en el espacio pero, sin lugar a dudas, van más allá de nuestro cuerpo.

Palabras clave: Lenguaje, institución, persona, comunidad, racionalidad, norma.

Abstract: The reflexive effort proposed here is oriented to is aimed at investigating two concepts that make up the core of our constitution as rational beings, that is, as people, we refer to thought and language. What is sought, above all, is to contemplate this link under a somewhat different perspective from those that are usually presented in the literature that circulates through the main bibliographic circuits, those that usually come from psychology, linguistics and, increasingly, from neurosciences. A look is proposed here that emphasizes the link of these concepts with different regions of the conceptual space that we inhabit, which opens reflexive instances that are revealed in their maximum expression when we give ourselves to review or question certain assumed or inherited understandings about said concepts. This journey goes through strong statements, sometimes intentionally careless and free of nuances, which above all seek provocation, open debates, reactions and new productions, before taking care of the style and coverage of all the flanks. It does not resist humor or everyday text, it exposes himself, in short, it tries to open rather than close the conversation. People are complex beings, beings of institutions, of language, we are not bodies nor are we inside them; our limits are not cut in space but, without a doubt, they go beyond our body.

Keywords: Language, institution, person, community, rationality, norm.

Forma sugerida de citar:

Agüero, Gustavo (2022). Lenguaje, institución y persona. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 33, pp. 91-111.

Introducción

Comprender un discurso filosófico no siempre o, casi nunca, es una tarea sencilla. En esto, la filosofía al igual que muchas otras actividades, exige entrenamiento conceptual; pero lo que distingue a la filosofía de muchas otras actividades es su papel en la cultura, o quizás deberíamos decir, la intensa discusión que suele abrirse acerca de su papel en la cultura. En cualquier caso, lo que no debería permitirse la filosofía o la práctica reflexiva bajo ningún aspecto es la superficialidad y falta de autenticidad.

Las personas que reflexionan sobre lo que somos y lo que hacemos, sobre lo que pensamos y sentimos, es decir las personas que hacen filosofía en ocasiones buscan, como parte de una tarea más amplia, hacer explícita la trama conceptual en la que, sin saberlo y sin quererlo, generalmente nos vemos inmersos los miembros de una comunidad lingüística. Podemos decir de nosotros que, en tanto racionales, somos seres conceptualmente constituidos, lo que no es muy diferente a decir que somos la clase de seres que pueden comprender, que se hallan expuestos a cambios en sus maneras de pensar y sentir, cambios que pueden ser vistos como parte de un proceso de rediseño conceptual. Somos seres pensantes cuyas vidas se construyen, se transforman y en ocasiones también se desmoronan según el alcance de nuestras comprensiones y el valor de nuestras decisiones.

¿Qué motiva entonces el ejercicio de la práctica reflexiva? ¿Para qué nos hacemos tales cuestionamientos y solicitudes? Este es también un asunto sobre el que cabe reflexionar, una tarea que siempre tendrá que ser llevada a cabo con otros, practicada en el diálogo, como bien lo entendió Sócrates hace veinticinco siglos. Pero si tenemos que dar sentido a aquellas preguntas quizás lo mejor sería partir del hecho evidente que somos seres que otorgan valor a las cosas, que consideran que hay mejores y peores cosas que pueden suceder, que entienden que hay buenas y malas situaciones que pueden enfrentar, que perciben que hay justicias e injusticias, somos, en definitiva, seres que habitan un mundo en el que los hechos pueden ser descriptos mediante juicios de valor y valorados mediante descripciones. Reflexionamos porque las cosas pueden ser favorables para nosotros y para los entornos que nos constituyen y que constituimos, pero también pueden ser tóxicas y destructivas. No tenemos un patrón de medida infalible para nuestras decisiones y acciones, pero dado el hecho de que valoramos no todo da igual, no es lo mismo que pase esto o aquello, o que hagamos una cosa u otra. Algunos de los conceptos que pretendemos centrales en la cultura de nuestras sociedades contemporáneas como son los de educación, democracia y pluralismo son producto de una mirada como esta.

¿Qué se puede esperar obtener de dicha práctica reflexiva? Lo que esperamos de muchas de las prácticas1 instituidas en nuestra comunidad, que sea una colaboración a mejorar la calidad de vida de la comunidad y de sus miembros, pero específicamente esperamos lograr una mejor comprensión de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que queremos y de lo que no queremos para nosotros. Aspiramos a una mejor versión de nuestra racionalidad, una que incluya las limitaciones y las inconsistencias de nuestra vida emocional. Cuando la reflexión se sostiene y se profundiza puede llevar a las más firmes obviedades a perder su carácter evidente y a mostrar otras posibilidades narrativas, aun cuando semejante apertura pueda desembocar en otro encierro que requiera a su vez de un nuevo comienzo.

El esfuerzo reflexivo que aquí nos proponemos se orienta a indagar sobre dos conceptos que hacen al núcleo de nuestra constitución como seres racionales, es decir, como personas, nos referimos a pensamiento y lenguaje. Lo que buscamos, ante todo, es contemplar ese vínculo bajo una mirada un tanto diferente de las que suelen presentarse en la literatura que circula por los principales circuitos bibliográficos, las que suelen provenir de la psicología, la lingüística y cada vez más de las neurociencias. Proponemos aquí una mirada que enfatice el vínculo de estos conceptos con regiones diferentes del espacio conceptual que habitamos, lo cual abre instancias reflexivas que se revelan en su máxima expresión cuando nos damos a revisar o cuestionar ciertas comprensiones asumidas o heredadas, pero en cualquier caso firmemente naturalizadas acerca de dichos conceptos.

Como una forma de ejercicio conceptual podemos asumir que aquello que motiva a los filósofos a preguntarse por la relación entre los conceptos pensamiento y lenguaje es la sospecha de que esa relación puede aportarnos una mejor comprensión del vínculo entre los individuos y la comunidad. Parte de la tarea que aquí nos proponemos es mostrar el sentido de esa asunción.

Básicamente racionales

Preguntar por los conceptos de pensamiento y lenguaje no es abordar un tema menor en el empeño de clarificación conceptual que hace a la actividad filosófica si es que ya hemos asumido la condición de racionalidad. Esta condición no es algo que hayamos encontrado o acaso llegado a obtener por medio de alguna investigación empírica y que, por tanto, podamos un día abandonar o reemplazar sin más por alguna otra condición. La comprensión que tenemos de nosotros mismos como seres racionales nos describe, pero a la vez nos constituye. La racionalidad, un rasgo propio de todo ser lingüístico, es el juego en el que trascurren nuestras vidas, sin embargo, en tanto juego, es una práctica en la que podemos educarnos, es decir, mejorar como jugadores2. Aunque de los seres racionales puede decirse lo que se dice de muchos deportistas, a saber, “cualquiera juega, pero no cualquiera juega bien”. Aun cuando sea un juego que practicamos a diario, no siempre alcanzamos nuestras metas o expectativas, ni tampoco las que otros tienen acerca de nosotros. Si bien es cierto que no nos bañamos dos veces en el mismo río, como lo entendió Heráclito, esto no significa que debamos dejar nuestra educación en manos de la vida; no cualquier cambio o transformación que pueda tener una persona será siempre valorada de manera positiva. A veces la vida nos lleva por caminos poco iluminados, nos conduce a destinos que no hubiéramos deseado y hace de nosotros personas superficiales, poco sensibles. No solo necesitamos ser otras personas, sino ser las personas que necesitamos, para esto nos educamos; querríamos evitar a cualquier precio vernos un día reclamando a las versiones anteriores de nosotros mismos la poca o nula importancia que han asignado a sus herederos.

Cualquiera es racional, pero serlo no significa comportarse de acuerdo con los resultados que arroja la aplicación de una fórmula o de un algoritmo, no hay tal cosa, tenemos que tomar decisiones y actuar. Queremos ser mejores personas, lo que significa, para emplear un tono aristotélico, ser mejores en el diario oficio de ser persona. Queremos dominar el juego, pero a veces las cosas no funcionan y no pocas veces fracasamos, si no como individuos fracasamos como comunidad, lo que también es un fracaso de todos.

Tengamos por cierto que nuestra vida no depende de la aplicación de una fórmula y en ese sentido tratamos de aprender a jugar el juego o los juegos en el seno de nuestra comunidad, pero debemos considerar como un hecho que atenta contra nuestra propia dignidad el que, en nuestra propia comunidad haya personas que llegan a la vida en condiciones más que desfavorables, condiciones que habitan antes de que las mismas personas afectadas lleguen a saberlo. En la mayoría de los casos esas condiciones son producto de la vida en comunidad y por tanto pueden modificarse, que eso suceda dependerá de la racionalidad de algunas otras personas, o mejor dicho, dependerá de las maneras en que otras personas ejerzan su racionalidad. Podemos pensar entonces a la racionalidad como un ejercicio, algo que se lleva a la práctica, como algo que no se ejerce cuando la comunidad margina a algunos de sus miembros arrastrándolos hacia condiciones de vida inhumanas; esto, de diferentes maneras, no afecta solo a algunos sectores de la comunidad, nos afecta a todos en nuestra calidad de vida. Por tanto, hay circunstancias en que la racionalidad no hay que buscarla en el comportamiento individual de los miembros más vulnerables, sino en otra parte, hay que exigírsela a los demás, pero de modo insistente a quienes asumen la responsabilidad de hacer de esta una comunidad más justa, más democrática.

Una comunidad que reduce sus márgenes y deja afuera a algunos de nosotros extremando sus condiciones de vida es una comunidad que necesita con urgencia volver a pensarse, que necesita ‘deconstruirse’. En tales condiciones, no es la racionalidad misma lo que hay que cuestionar, sino su ejercicio, así como no cuestionamos la actividad docente, política, artística, sindical, empresarial misma, sino las maneras en las que se ejercen dichas actividades. Nuestras vidas no responden a un algoritmo, aunque sí a reglas o normas; somos racionales y esto significa que podemos comprender lo que hacemos, podemos vernos como seres que razonan, como seres lógicos; lo que cuestionamos no es el juego mismo de la racionalidad ni tampoco sus reglas, sino cómo lo jugamos.

Podríamos entonces decir que ser racional no es condición suficiente para ser razonable, por tanto, en el juego de la racionalidad lo que nos hace razonables, sensibles, mejores personas es la manera de jugar. Cualquiera es racional, pero… Cabe entonces retomar aquellas palabras de Hannah Arendt (2003), a propósito de Eichmann, “No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo” (p.171).

Hablando de instituciones

Tanto aquello que percibimos y pensamos, como también aquello que decimos y hacemos posee un contenido conceptual, algo que puede explicitarse o enunciarse por medio de un juicio, tal como lo hacemos cuando decimos ‘vi que entraron dos personas con equipaje’ o, ‘no estoy seguro, pero creo que ellos están casados’. En el primer caso se hace explícito el contenido proposicional de lo percibido ‘entraron dos personas con equipaje’ y en el segundo se hace explícito el contenido proposicional de lo creído o pensado, ‘ellos están casados’. De igual manera, puede enunciarse el contenido proposicional de una acción como ‘provocó el incendio por accidente’. Poder establecer, en cada caso, el contenido de los actos de un individuo es la única manera de comprender su conducta, pero también la condición a satisfacer a fin de poder valorar la misma.

En resumen, puede decirse que es la naturaleza conceptual del contenido de nuestros pensamientos y actos lo que hace posible la racionalidad; dicho de otra forma, nuestras vidas se ordenan, se proyectan y se transforman según regímenes y procesos de naturaleza conceptual. Es en este sentido que decimos que somos seres conceptuales:

Los conceptos, que rigen nuestro pensamiento, no son simplemente asunto del intelecto. Rigen también nuestro funcionamiento cotidiano, hasta lo detalles más mundanos. Nuestros conceptos estructuran lo que percibimos, cómo nos movemos en el mundo, la manera en que nos relacionamos con otras personas. Así que nuestro sistema conceptual desempeña un papel central en la definición de nuestras realidades cotidianas (Lakoff & Johnson, 2004, p. 39).

Si algo queda o debiera quedar en claro de esto es que cuando hablamos de conceptos no estamos hablando de ciertas palabras, tales como jirafa, árbol o ventana, las que bien podrían entenderse como nombres de conceptos. Pero cuando se dice, como lo hacen Lakoff y Johnson, que los conceptos rigen nuestro intelecto y nuestra percepción inferimos que no estamos hablando de ciertas palabras, ni tampoco de la forma que damos a la ‘materia prima’ que aportan los sentidos, en cuyo caso podríamos pensar en la realidad de una materia prima no conceptualizada. Nuestra percepción es conceptual, pero esto no significa que los conceptos constituyan el aporte formal de la mente racional al material de la percepción. Hay maneras alternativas de pensar en los conceptos, maneras que nos permiten ver más claramente el vínculo que los individuos tenemos con la comunidad, es decir, el vínculo entre pensamiento y lenguaje.

Para iniciar el recorrido recuperemos aquí un conocido fragmento de alguien que ha reflexionado sobre el asunto, Donald Davidson (1990), quien enfocándose en los conceptos de creencia y verdad afirma, “La creencia se construye para llenar el vacío entre oraciones consideradas verdaderas por individuos y oraciones verdaderas (o falsas) según pautas públicas. La creencia es privada, no porque sea accesible a una sola persona, sino porque puede ser idiosincrásica” (p.162).

Hay en este pasaje la apelación a un doble binomio conceptual, por un lado, el binomio público/privado que nos ayuda a entender de qué manera el pensamiento individual se recorta sobre el trasfondo de prácticas sociales instituidas en una comunidad. Por otro lado, hay un uso implícito del binomio creencia verdadera/creencia falsa.

Comenzamos abordando el concepto de práctica social para evitar deslizarnos por la pendiente que desemboca en la contraposición de creencia individual y creencia colectiva. No se trata aquí de plantearnos el asunto como si de una cuestión de consensos se tratara para finalmente contraponer la creencia de las mayorías a la creencia individual, lo que nos dejaría sin mayores herramientas que las del contractualismo para comprender nuestra propia constitución. Algo que bien podría ser destacado del texto de Davidson es el hecho de que aun siendo la comunidad lingüística y sus normas un auténtico artificio, un producto del arbitrio colectivo, nace con ella la posibilidad del error, la posibilidad de decir o creer que las cosas son distintas a como son. Esto pone de manifiesto que el error no es producto del certero ajuste entre lenguaje y mundo o, entre oraciones y creencias individuales por una parte y el modo de ser del mundo por otra, sino entre comportamientos individuales y la norma que define a la propia comunidad. Por ende, ajustar las oraciones y las creencias en busca de la ‘verdad’ es también una expresión del deseo de formar parte de la comunidad, de dar validez a sus normas. En todo esto están aquellas palabras del recordado Stanley Cavell:

La apelación filosófica a lo que decimos y la búsqueda de nuestros criterios a partir de los cuales decimos lo que decimos, son reclamos de comunidad. Y la pretensión de comunidad es siempre una búsqueda de las bases sobre la cual podría ser o ha sido establecida (Cavell, 1979, p. 20).

Ahora bien, ya no para responder a la pregunta sobre la relación entre pensamiento y lenguaje sino sencillamente para formularla habría que comenzar por hacernos claro los conceptos involucrados en la misma. Así como para preguntarnos qué relación existe entre Vladimir Putin y Volodimir Zelenski deberíamos saber al menos, quizás como condición para que surja la pregunta, quiénes son estas personas, es decir, de quiénes estamos hablando. De igual manera, difícilmente podría surgirnos la pregunta sobre la relación entre el lucero matutino y el lucero vespertino si no supiéramos con cierta aproximación, o acaso si no creyéramos saber de qué estamos hablando, ya no digamos que el asunto exige una previa lectura de ‘Sentido y referencia’ de Frege.

Aquí es donde comenzamos a recorrer algunas regiones de la trama conceptual en la que pensamiento y lenguaje se hallan ubicados3. En primer lugar, podríamos decir que cuando utilizamos el concepto lenguaje no estamos hablando de un objeto ni tampoco de un conjunto de objetos, no hablamos de un código ni de un conjunto de signos que sirven a los fines de la comunicación. No hablamos de una convención ni tampoco de un recurso que desarrollamos con el propósito de comunicar nuestros pensamientos a los demás, como si nuestros pensamientos se les ocultaran mientras que son evidentes para cada uno de nosotros, o en todo caso y para ser riguroso, como si mi pensamiento fuera evidente para mí, que soy una cosa que sabe que piensa, mientras que la situación no me resulta tan clara en el caso de los demás. Aun así, no dejaré que esta sospecha acerca de la existencia de otras cosas o seres pensantes me quite las ganas de seguir adelante con estas modestas reflexiones.

Cuando hablamos o cuando hablo de lenguaje, debería decir, (dicho así para no comprometer a nadie en esto), estoy hablando de una configuración institucional4, de modo que no decimos que poseemos lenguaje, sino que habitamos el espacio lingüístico. Dicha configuración institucional se plasma, como en toda institución, en prácticas sociales que orientan el comportamiento de los miembros de la comunidad, sin perder de vista aquí que hablar de comunidad es ya hablar de una configuración institucional. Como lo afirma el filósofo alemán Hartmut Kliemt, las sociedades humanas se diferencian claramente de las sociedades animales, tal como los Estados se diferencian de los grupos de insectos; manifiestamente la convivencia social humana se basa esencialmente en organizaciones creadas por los hombres mismos, a estas organizaciones las llamamos instituciones sociales (Kliemt, 1998, p. 13). Por tanto, el concepto de comunidad no hace referencia a un conjunto de individuos sin más, sino al carácter institucional de dicho conjunto y por tanto a la presencia de lo que muchos consideran como una entidad ‘abstracta’, y lo consideran así en tanto se entiende que podemos ver, tocar y hablar con las personas, pero no podemos hacer tales cosas con la comunidad, ni con la universidad, ni con los clubes, etc. ¿Qué realidad tienen entonces las instituciones? Recordemos aquel famoso pasaje de Ryle sobre los errores categoriales:

A un extranjero que visita Oxford o Cambridge por primera vez, se le muestran los colleges, bibliotecas, campos de deportes, museos, departamentos científicos y oficinas administrativas. Pero luego pregunta: ‘¿Dónde está la Universidad? He visto dónde viven los miembros de los colleges, dónde trabaja el Registrador, dónde hacen experimentos los científicos, pero aún no he visto la Universidad donde residen y trabajan sus miembros’. Se le tiene que explicar, entonces, que la Universidad no es otra institución paralela o una especie de contrapartida de los colleges, laboratorios y oficinas. La Universidad es la manera en que todo lo que ha visto se encuentra organizado (Ryle, 2005, p. 17).

Las instituciones parecen, en este sentido, tener la intangibilidad de los significados, de aquello que no vemos pero que aun así sabemos cuándo está y cuándo no; de igual manera las instituciones dan significado a un grupo humano. Una institución es un sistema de normas que regula el comportamiento de una comunidad, pero no de una comunidad previamente constituida, como si se tratara de una casa o un edificio que se construye para luego ser habitado, sino que la comunidad se constituye como tal al adoptar para sí un sistema de normas.

¿Cómo logra un grupo humano hacer la transición hacia la comunidad? El sistema de prácticas sociales que definen una comunidad o una cultura, si queremos decirlo así, se instituye en la medida en que los comportamientos de los individuos se hacen convergentes y los individuos, de manera consciente, comienzan a ordenarse a partir de tales convergencias, las que de esta manera adoptan aspecto y naturaleza normativa. Recordemos que la idea de postular un pacto o contrato supondría asumir una norma previa, el lenguaje —que permite llevar a cabo dicho pacto o contrato— para dar cuenta del modo en que se instituye una norma; entonces, como lo expresa John Searle, “si damos por presupuesto el lenguaje, ya hemos dado por presupuestas las instituciones” (Searle, 2006, p. 91).

¿Por qué habríamos de aceptar las normas? ¿Por qué habríamos de aceptar la institución? Por el deseo de ser parte de la comunidad, porque no nos constituimos como personas fuera de la comunidad y, porque no se sale de la comunidad una vez que se ha ingresado. No sale de la comunidad quien se retira a los bosques como Henry Thoreau, pretensión de salir que no era la suya, ni tampoco forma parte de la comunidad quien habita en la ciudad como Kaspar Hauser, según cuenta la leyenda. Aceptar una norma supone aceptar el juego y esto supone la conciencia de la existencia y de la validez de la norma o, dicho de otra manera, el compromiso con el sistema o institución de la que la norma forma parte. La norma exige a los miembros de la comunidad que ajusten o adecuen sus comportamientos, pero lo exige racionalmente, de modo tal que la norma siempre podrá ser acatada o violada, esta es una posibilidad que, en cada caso, se le presenta a todo individuo en condiciones de asumir un comportamiento responsable.

A lo que pretendemos llegar por este sendero reflexivo es a pensar que una comunidad es una institución que ha sido traída a la existencia en un espacio lingüístico, es decir, que se ha instituido fundamentalmente como comunidad lingüística. Es el lenguaje lo que hace posible crear sentidos, significados, cultura, comunidad. Estamos diciendo entonces que no hay comunidad que se instituya por fuera del lenguaje o, para ponerlo de otra manera, toda comunidad es comunidad lingüística. Con respecto al lenguaje podemos decir algo semejante, no comprendemos de qué hablamos si al hablar de lenguaje no nos enfocamos en la trama de prácticas sociales que dan forma a una comunidad; el lenguaje está siempre en la comunidad. En resumen, lo que estamos diciendo sencillamente es que no podemos comprender el concepto de comunidad sin comprender el de lenguaje y viceversa.

La huella del creyente

Retomamos ahora el citado texto de Davidson para mencionar que el concepto de creencia es un concepto que solo puede emplearse estrictamente, sin restricciones, en el marco de un sistema normativo, es decir, se trata de un concepto que cabe atribuir a aquellos individuos que pretenden adecuar su comportamiento a las normas instituidas en sus respectivas comunidades. Esto, desde luego, no constituye un capricho ni tampoco la mera exhibición de un espíritu antropocentrista sino que es el producto de la actitud de racionalidad, actitud que necesariamente cabe adoptar frente a los miembros de una comunidad lingüística a fin de poder interpretar sus conductas en términos de acciones, esto es, a fin de dar algún sentido a su conducta5. Para decirlo de otra manera, un individuo es un auténtico creyente en la medida en que su comportamiento puede comprenderse sobre el trasfondo de las normas que constituyen su comunidad, así como un individuo es un tenista en tanto su comportamiento puede comprenderse en términos de acciones e intenciones que definen la práctica de jugar tenis, esto es, las normas que regulan el juego. De igual manera un individuo es un cocinero si su comportamiento puede comprenderse en términos de acciones e intenciones que definen la práctica de cocinar. En este sentido decimos que la creencia, al igual que los demás conceptos psicológicos en términos de los cuales comprendemos el comportamiento de una persona constituye una pieza clave en el juego de la racionalidad, un juego que comenzamos a jugar desde el momento en que ingresamos a la comunidad lingüística. Para decirlo de un modo esquemático, nuestros comportamientos pueden verse como acciones racionales en tanto se interpreten como llevando a cabo o, al menos con la intención de llevar a cabo determinadas prácticas sociales.

Al igual que en el caso de las instituciones, tampoco aquí podemos ver las creencias, los deseos y los demás estados mentales o psicológicos de una persona… pero allí están, dando significado a sus comportamientos. No vemos la mente de las personas como vemos sus cuerpos y sus comportamientos, pero tampoco vemos el significado en la tinta con la que se escribieron las páginas de un libro, ni oímos el significado en las palabras que alguien pronuncia. El significado no es, como lo decía Ryle, refiriéndose a los errores categoriales, algo con lo que nos encontraremos en el mundo al igual que nos encontramos con mesas, sillas, celulares, manzanas y emparedados. Para decirlo como Charles Peirce (1988) lo decía de las reglas, “(…) no tienen existencia alguna, aun cuando tienen un ser real consistente en el hecho de que los existentes se conformarán a ella” (p. 154).

Lo que Peirce afirma para el caso de las reglas podría decirse también de todo fenómeno normativo o institucional, a saber, que no hay nada, ninguna cosa, concreta o abstracta, que pueda ser identificada con la regla, con la norma o con la institución, más allá de lo que se observa en el comportamiento de los individuos que la expresan. Sin embargo, no desconfiamos de la existencia de los significados como no desconfiamos de la existencia de las normas o de las instituciones aun cuando no podamos observar más que edificios, oficinas, bibliotecas, individuos, etc. En este punto también Peirce hizo su aporte:

Hemos visto que solo se puede conocer el pensamiento a través de los hechos externos. Por consiguiente, el único pensamiento que puede ser conocido es el pensamiento en signos. Un pensamiento que no puede ser conocido no existe. Todo pensamiento debe, por lo tanto, estar en signos6. (Peirce, CP. 5.251)

Si entendemos los ‘pensamientos’ de Peirce como nuestros significados, normas o instituciones, encontramos que lo que allí se dice es que no hay significados que no se expresen en cosas tales como acciones o productos de acciones, tales como marcas de tinta o pintura, sonidos, indicadores luminosos, etc. No hay pensamientos o significados que no ‘tomen cuerpo’ en cosas o hechos observables. Deberíamos decir también que nuestros pensamientos se expresan en acciones, es decir, en las prácticas que llevamos o que intentamos llevar a cabo. Nuestros pensamientos no están ocultos, no se conservan en nuestras cabezas o en alguna otra parte, ni tampoco están a la luz solo para nosotros; nuestros pensamientos tienen la sustancia de los significados, de las normas, de las instituciones, de las acciones y de las personas.

No se trata tampoco de que mis pensamientos deban ser de alguna manera adivinados por los demás o que ante la duda de si mis pensamientos son estos o aquellos existe algo, más allá de mi comportamiento, cuya consulta puede despejarla. Mis pensamientos, como los de cualquier otro creyente, son producto de la interpretación de mis conductas a la luz de un trasfondo de prácticas sociales.

¿Cómo fueron los hechos?

Habíamos dicho que podríamos considerar a la comunidad o comunidad lingüística como la institución primera pero, a la vez como la institución que hace posible las demás. Afirmar que la comunidad lingüística es la institución primera equivale a decir que nada se instituye por fuera del lenguaje, ya que la vida institucional requiere, por parte de sus miembros, un tipo particular de conciencia que solo puede ser admitido en un escenario lingüístico7. Para intentar abordar el punto podríamos servirnos aquí de una conocida reflexión de Ludwig Wittgenstein (1988) acerca de la naturaleza del lenguaje, para decirlo de algún modo, “entender una oración significa entender un lenguaje. Entender un lenguaje significa dominar una técnica” (§ 199).

¿Qué es lo que Wittgenstein afirma aquí? Que comprender una jugada en un juego tiene como condición comprender el juego. Supongamos que un espectador está en la zona baja de un estadio viendo un juego de fútbol y observa con cierto desagrado que en el minuto quince del segundo tiempo el árbitro resuelve sancionar un tiro penal en contra de su equipo8. Solo un sujeto que posea cierto grado de comprensión del juego puede reclamar, a los gritos, obviamente, que en la jugada en cuestión el defensor llega al balón antes que el delantero y buscar explicarle a su anónimo compañero de tribuna que es el delantero el que busca el contacto y no el defensor el que lo provoca. El espectador no podría ver, discutir y comentar la jugada en cuestión si no comprendiera el juego en su conjunto. ¿Por qué esto es así? Porque el conjunto de reglas o normas que definen al juego constituye un sistema, una trama lógica, de tal manera que comprender una regla supone comprender otras, o para ponerlo en términos más encriptados, solo se comprenden las reglas si se comprenden las reglas. Tengamos en cuenta que la comprensión de un juego o de una regla en particular no hay que pensarla como la comprensión de un texto escrito o de un conjunto de instrucciones9, sino como la condición a la que accede nuestro espectador, alguien que puede ver el juego y acaso también jugarlo, lo que supone poder verlo. Si el lenguaje es un sistema entonces comprender una parte del sistema supone comprender el sistema.

Una manera bastante más hermética de decir aquello que dijo Wittgenstein es la siguiente: solo tenemos algo si tenemos algo más. Cuando este principio se aplica a nuestras múltiples descripciones e historias que dan contenido a la realidad que habitamos resulta que no podemos dar cuenta de un hecho sin más, por ejemplo, el hecho de que hay un vaso sobre la mesa. Ver que hay un vaso sobre la mesa exige ciertas condiciones, entre ellas, saber que algo es un vaso, saber que algo es una mesa, saber cuándo puede decirse que x está sobre y, también saber que tales condiciones se presentan en este momento. Pero saber que algo es un vaso y que algo es una mesa implica saber que algo es un artefacto diseñado para beber y otra cosa es un artefacto diseñado para llevar a cabo actividades cotidianas y habituales como comer y beber en rituales a los que llamamos desayuno, almuerzo y cena, por ejemplo, pero que también se usa a menudo para trabajar, hacer las tareas escolares, escribir ensayos, jugar al póker y a otros juegos de mesa y también para muchas otras actividades. Estas son algunas de las cosas que debería saber o que sabe quien afirma que hay un vaso sobre la mesa, y por supuesto, quien sabe estas cosas sabe muchas otras que son condición para saber estas y así la cadena no se corta en la esquina, sino que se extiende hasta la condición de habitar un mundo. Decimos entonces que solo tenemos algo si tenemos algo más; no tenemos un mundo habitable en el que hay solo uno o dos hechos, esto quiere decir que dicho mundo no es posible y de serlo no serían seres como nosotros quienes lo habitarían. Lo que esto pone de manifiesto es el concepto de sistema que define a toda institución como el lenguaje o como la comunidad, según dijimos; ninguna de las partes tiene sentido por sí misma, en cuyo caso nos costaría mucho comprender cómo es que dicho sentido se adquiere. Para agregarle imágenes psicodélicas al asunto pensemos en un niño que comienza a hablar pero que por el momento solo utiliza una o dos palabras, que su vocabulario son un par de palabras, y que al emplearlas sabe perfectamente lo que está diciendo.

Narrar cómo fueron los hechos, explicar, argumentar, conversar, comprender, etc., son actividades que requieren un marco institucional complejo. Los acontecimientos se producen, se observan, se describen como una figura sobre un fondo normativo y en nuestro caso ese horizonte es conceptual. No podríamos haber elaborado siquiera el concepto de realidad si no fuéramos habitantes del lenguaje; sin embargo, no significa esto que la realidad sea un producto de nuestra desenfrenada fantasía de seres lingüísticos y ni siquiera una construcción libre de todo condicionamiento. En todo caso hay que decir, junto con Willard Van Orman Quine (2002), que “lo que hay en el mundo no depende en general de nuestro uso del lenguaje, pero sí depende de este lo que podemos decir que hay” (p.158). Esto supone asumir, dicho ahora con cierta solemnidad filosófica, que nuestros compromisos ontológicos, aquello que cuenta como realidad, no pueden contraerse prescindiendo de la práctica de hacer enunciados, de contar cuáles son los hechos.

Aquí volvemos a introducir la idea de ver el juego que empleamos anteriormente para preguntarnos por el juego al que asistimos pero que no llegamos a ver, aquel en el que nuestra comprensión era igual a cero, donde solo veíamos personas corriendo de un lado a otro, saltando y pateando una pelota. Lo que hay, para nosotros ciegos al juego, lo que hay en nuestro mundo es cualquier cosa menos un juego de fútbol. Y que no podamos ver el juego significa que no podemos ver las jugadas, las infracciones, tiros de esquina, penales, goles, etc., y si en lugar de ser uno el ciego viendo a la muchedumbre gritar y alentar fuera una muchedumbre ciega al juego viéndole a uno hacerlo, quizás pensarían que el sujeto está desquiciado. Esto no pretende ser un alegato a favor de la locura sino más bien un señalamiento de que hay algo ‘en el mundo’ que evidentemente uno se está perdiendo en tanto no está viendo lo que los demás parecen estar viendo (se puede decir de esta manera si es que uno pretende mantenerse firme en la actitud escéptica).

¿Se puede aprender a percibir, es decir a ver el juego? De hecho, todos aquellos que pueden ver el juego han aprendido a hacerlo en algún momento, no nacieron sabiendo o pudiendo ver. Incluso se puede seguir aprendiendo a ver toda la vida, no hay un punto de llegada en esto. Al igual que en el ámbito del conocimiento científico no hay un punto de llegada en el que cerramos los libros y podamos decir, “hemos llegado finalmente a saber cómo son realmente las cosas”.

Nuestro propósito en este punto es dar cuenta de algo inferencialmente conectado con la reflexión precedente y es el hecho de que ver, ser conscientes de algo como un juego de fútbol es un asunto conceptual o lingüístico, como lo decía Wilfrid Sellars “Toda conciencia de tipos, parecidos, hechos, etc., en una palabra, toda conciencia de entidades abstractas —en realidad, toda conciencia incluso de particulares— es un asunto lingüístico” (Sellars 1971, p. 140).

Podría pensarse que Sellars está queriendo decir, por una parte, que la conciencia es un fenómeno lingüístico, institucional y no, por ejemplo, biológico, pero por otra podría estar afirmando que aquello de lo que somos conscientes tiene siempre el formato lingüístico o conceptual, si queremos ponerlo en esos términos, es decir, que el tipo de conciencia que poseemos es lingüística o conceptual. La conciencia de la que hablamos es siempre de algo como algo; de algo como un animal, una silla, una planta, un reloj, etc. La percepción, en tanto habilidad conceptual, no solo permite hacer una clasificación entre lo frío y lo caliente cuando entra en contacto con nuestro cuerpo, sino dar sentido clasificando bajo conceptos.

Ahora bien, ¿por qué diría Sellars que toda conciencia de hechos es un asunto lingüístico y no por ejemplo un asunto de la biología o de la neurobiología? No es infrecuente que se asuma que el tipo de conciencia al que se suele denominar conciencia de sí sea un tipo particular de conciencia, de un nivel superior o de un carácter diferente a la simple conciencia de los hechos. De esta manera se asume que algunos seres vivos ubicados en lo más alto de la pirámide evolutiva habrían logrado desarrollar una forma de conciencia a la que podría denominarse conciencia del mundo, de hechos, etc., pero habrían sido superados por otros más evolucionados aun que habrían alcanzado a desarrollar una conciencia de sí, es decir, una conciencia del mundo en el que ellos mismos se encuentran, solo que ahora ellos lo saben. Dicho, en resumidas cuentas, la autoconciencia o conciencia de sí no es una nueva forma de conciencia sino la conciencia enfocada en uno mismo. ¿Cómo pensar en que podríamos ser conscientes de algo —de los hechos, de las cosas— sin ser al mismo tiempo conscientes de nosotros mismos? Sería quizás una conciencia selectiva con un tipo particular de ceguera, una que solo quitaría al ciego del horizonte perceptual. Es precisamente este rasgo característico de nuestra conciencia lo que la define y nos autoriza a pensar que un individuo que no se autopercibe no solo no actúa, sino que no tiene el tipo de conciencia que hemos alcanzado las personas.

En síntesis, quizás sea la naturaleza conceptual o lingüística de nuestra conciencia o de la conciencia lo que explique por qué algunos pueden y otros no pueden ver un juego, una película, un texto, en definitiva, un hecho. Y, para decirlo con Van Orman Quine, si no podemos ver o decir que algo sucede entonces tales (hipotéticos) sucesos no aparecerán cuando contemos nuestra historia. Pero aún se querría preguntar, ¿hay acaso sucesos de los que no fuimos o somos conscientes? Para esto, como para muchas otras cosas, hay solo dos respuestas que podrían ser correctas, una afirmativa y otra negativa. La afirmativa es el resultado de la mirada histórica o en perspectiva, la que afirma que la radiactividad tenía sus efectos aunque, antes de 1896, año del descubrimiento de Henri Becquerel, nadie supiera de los procesos radiactivos. La negativa es el resultado de la mirada conceptual, aquello que no podemos ver no formará parte del mundo que habitamos cuando hagamos el inventario de lo que hay. En este segundo sentido podemos decir que son nuestros desarrollos conceptuales o teóricos, desarrollos que no necesariamente significan progreso, los que nos alteran el mobiliario del mundo. En resumen, bajo la mirada conceptual los hechos no parecen independientes de nuestras historias, de nuestra conciencia, de nuestra comprensión. Hay hechos en la medida en que podemos o que estamos en condiciones de dar cuenta de ellos; suponer lo contrario nos comprometería con la idea de hechos que pueden ser considerados o descriptos por seres que tienen conceptos y teorías que nosotros no tenemos, o que quizás tengan solo las teorías correctas, pero entonces esos seres no forman parte de nuestra comunidad, no somos ni seremos nosotros.

La imagen del juego adoptada muchas veces en la historia de la filosofía nos hace ver más claro al menos dos cosas bien sorprendentes; en primer lugar, que el lenguaje puede ser visto como un espacio normativo, y lo es en la medida en que se advierta que el ingreso a la comunidad lingüística es el ingreso a una institución, y esto no solo significa dominar normas o vivir de acuerdo con ellas, sino que se trata de un proceso constitutivo11. En segundo lugar, y vinculado con lo anterior, que la relación entre hecho y norma es una relación de dependencia. Trataremos de explicar esto.

Para retomar el planteo de Van Orman Quine, ¿y si no podemos decir lo que hay? No se está planteando aquí la hipotética situación de encontrarnos en un país cuya lengua nativa desconocemos y donde no sabemos cómo preguntar por la universidad. Se está planteando la situación en la que estamos cuando, quizás en un exótico país, vemos a un grupo de personas teniendo extraños comportamientos, gritan, saltan, se empujan, van y vienen, se arrojan al suelo y rápidamente se levantan, caminan lento y a veces corren y luego uno de los sujetos, quizás advirtiendo nuestro particular aspecto de extranjero, se nos acerca y nos empuja repetidas veces. ¿De qué se trata esto? ¿Es un juego? ¿Es un ritual? ¿Es una pelea y se nos invita a pelear? ¿Es una especie de debate político? ¿Qué deberíamos hacer en esa situación? No lo sabemos, pero… ¿cómo describir lo que vemos? Pues ya lo hicimos y es todo lo que hay o, al menos, es todo lo que vemos. ¿Nos estaremos perdiendo de algo? Posiblemente. Quizás se trate de un juego o un deporte cuyas reglas desconocemos. Bien, entonces, ¿qué es lo que podemos decir que hay? No más de lo que dijimos, y quizás no haya nada más; de lo que podemos estar seguros es que en nuestra mejor descripción del mundo no más que esto. Si no podemos ver en esos comportamientos un conjunto de acciones que obtienen sentido de ser la realización o actualización de ciertas prácticas, de adecuarse a ciertas normas, entonces no tenemos nada y decir que no tenemos nada es decir que no tenemos ni las acciones ni tampoco los hechos, en el caso de que los haya. No se trata de negar que tales acontecimientos estén sucediendo dada nuestra imposibilidad de verlos, sino de ignorar por completo su existencia y por tanto que no podamos incluirlos en una descripción más completa del mundo. Nuestra descripción estará despoblada de tales sucesos, lo cual revela, como lo anticipamos, la relación de dependencia entre hecho y norma, es decir, entre hecho e institución.

La fauna institucional

Quizás pueda llegar a anticiparse, a partir de las reflexiones precedentes, que lo que puede pensarse acerca de las personas está íntimamente vinculado con lo que hemos dicho sobre los hechos o las descripciones del mundo. En efecto, las personas no nos constituimos como tales fuera del universo lingüístico o conceptual, lo que significa que somos literalmente seres lingüísticos o conceptuales. Esto parece ser una obviedad y lo es, pero no lo es tanto. Veamos cómo aclararlo.

¿Qué significa que las personas nos constituimos como tales en el universo lingüístico? Significa pues que no seríamos seres racionales o pensantes de no pertenecer a dicho universo. No hace falta más que el caso de Víctor de Aveyron12 para entender lo que la comunidad lingüística representa para nosotros. Ser parte de la institución lenguaje no supone solo el aprendizaje de la escritura y la lectura, ni siquiera de la lengua materna, supone adquirir una constitución conceptual, lo que significa percibir, pensar y actuar, en una palabra, llegar a constituirse como racional. Las personas somos la clase de ser que solo puede emerger en un universo lingüístico. Preguntarnos si existe ‘vida inteligente’ en algún otro lugar del universo es preguntarnos si hay seres conceptuales en otra parte, si acaso se ha dado la institución lingüística en otro lugar del universo. Formar parte del espacio normativo de la racionalidad significa ya poseer una constitución particular que solo las personas alcanzamos, o dicho de otra forma, nos constituimos en personas cuando alcanzamos tal constitución. Los racionales somos una clase particular de seres, aquellos para los cuales la práctica inferencial es relevante. Somos seres que nos hemos constituido como tales en el espacio inferencial en el que las razones son la moneda oficial, damos y pedimos razones a otros de lo que dicen y de lo que hacen, buscamos razones de lo que sucede, queremos comprender. Buscamos razones para actuar, razones más sólidas que aquellas que alcanzamos en el pasado, buscamos mejorar el soporte racional de lo que creemos y generalmente estamos dispuestos a contraponer nuestras razones a las de demás. En ocasiones también abandonamos nuestras razones por considerarlas débiles y adoptamos otras más sólidas o simplemente nos quedamos sin razones para pensar lo que pensamos o hacer lo que hacemos, pero seguimos adelante y esto no es algo que suceda con poca frecuencia, lamentablemente. Ingresar al espacio de la comunidad lingüística no es sencillamente llegar a dominar unas cuantas palabras sino dar forma a un esquema de creencias, deseos, emociones y demás estados mentales.

Si la comunidad lingüística no es producto de un contrato o pacto realizado conscientemente tendrá que ser pensado como un contrato o pacto implícito, es decir, como una convergencia de comportamientos. Los contratos y las instituciones constituidas de manera explícita derivan entonces de contratos e instituciones constituidas de manera implícita, como es el caso paradigmático de la propia comunidad lingüística y de nuestra propia racionalidad, el sistema de normas instituido ‘accidentalmente’ por seres humanos que los transformó en personas. Dicha institución es la condición sine qua non para la percepción, el pensamiento y la acción, esto es, la condición para la propia constitución conceptual. Haber hecho de nosotros la clase de seres que somos no tiene justificación alguna, como no la tienen las normas que la definen, como no pretende tenerla la lógica de nuestra racionalidad, puesto que es el resultado de un ‘contrato implícito’, pero lo que hacemos de nosotros una vez que hemos llegado a constituirnos como personas dependerá de la educación que nos demos y eso necesitará justificación. El tipo de constitución conceptual que busquemos para nosotros, como individuos y como comunidad, sí tendrá que ser justificado. Qué conceptos serán centrales en nuestra cultura es algo que tiene que ser debatido en una comunidad.

Conclusión

Lo que hemos dicho y lo que hemos querido decir conforma un texto pretendidamente filosófico. Como decíamos al inicio, reflexionamos porque nuestras descripciones y valoraciones, nuestros pensamientos y emociones pueden ser edificantes para nosotros y para los entornos que nos constituyen, pero también pueden ser tóxicos y destructivos.

El objetivo ha sido una vez más hacer algunas aclaraciones a propósito de ciertos conceptos centrales para nosotros, para nuestra cultura y nuestra constitución como personas. Los filósofos o quienes tratamos de reflexionar sobre los asuntos que conforman nuestra vida individual y nuestra vida en comunidad tenemos una gran responsabilidad, que quizás no sea más que una forma de responsabilidad ciudadana, y es la de contribuir a mejorar las condiciones de vida de nuestra comunidad y la de sus miembros.

Las personas no somos unidades individuales, como lo son nuestros cuerpos; somos seres de las instituciones, seres que habitan tramas normativas que nos contienen y nos constituyen. Al igual que en un rompecabezas la vida de cada persona depende de la vida de los demás. Nuestros límites son difusos, no podemos decir dónde comienza ni dónde terminan, a veces se expanden y otras se contraen, y solo sabemos que esos límites van más allá de nuestros cuerpos.

Bibliografía

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Cavell, Stanley. 1979. The Claim of Reason. Wittgenstein, skepticism, morality and tragedy. Oxford: Oxford University Press.

Davidson, Donald. 1990. De la verdad y de la interpretación. Barcelona: Gedisa.

Kliemt, Hartmut. 1998. Las instituciones morales. México: Distribuciones Fontamara.

Lakoff, George & Johnson, Mark. 2004. Metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Cátedra.

Peirce, Charles. 1988. El hombre, un signo. Madrid: Ed. Crítica.

Peirce, Charles. 1931. Collected Papers of Charles Sanders Peirce. C. Hartshorne & P. Weiss (eds.). Harvard University Press.

Van Orman Quine, Willard. 2002. Desde un punto de vista lógico. Barcelona: Paidós.

Ryle, Gilbert. 2005. El concepto de lo mental. Buenos Aires: Paidós.

Searle, John. 2006 “¿Qué es una institución?”; Revista de Derecho Político, núm. 66, págs. 89-120.

Sellars, Wilfrid. 1971. Ciencia, percepción y realidad. Barcelona: Ed. Tecnos.

Wittgenstein, Ludwig. 1988. Investigaciones filosóficas. Barcelona: Crítica.

Notas

1 Al hablar de prácticas generalmente asumiremos que hablamos del universo de comportamientos significativos en una comunidad, el trasfondo que permite reconocer algo como una acción (o la realización de una práctica) y no un simple movimiento.
2 Se puede ser más o menos hábil utilizando conceptos, pero emplear conceptos es un asunto de todo o nada, así como en el caso de la racionalidad no decimos que alguien es medio racional, sino que es o no es racional, aun cuando pueda decirse que es poco reflexivo.
3 Hay que tener presente al llegar a este punto que la relación entre pensamiento y lenguaje ha sido abordada desde diferentes lugares de la gran comunidad de investigación, entre los cuales hay que mencionar a la psicología, la educación, la antropología, la lingüística, y por supuesto, la filosofía.
4 Cuando hablan de instituciones algunos autores incorporan junto al concepto de norma o de sistema normativo también el concepto de valor, sin embargo creo que también los valores aceptados por un grupo o por un individuo pueden ser expuestos en términos normativos. Por consiguiente, al utilizar aquí el concepto de institución trato de no introducir mayores precisiones que las que hacen a un sistema normativo, en primer lugar porque no son necesarias para la reflexión que propongo y en segundo lugar para permitir que dicho concepto pueda adornarse luego con distintos matices y usos que se proponen en las ciencias sociales y en filosofía, fundamentalmente.
5 Esto no significa, por supuesto, que no tengamos derecho a extender nuestros usos de algunos conceptos psicológicos como creencia, deseo, temor, etc., a fin de hallar algún sentido en el comportamiento de individuos que no forman parte de la comunidad lingüística, como animales o artefactos tecnológicos.
6 La cita corresponde a Collected Papers 5, Book 2, Question 5. “Whether we can think without signs”. Usamos aquí el formato abreviado empleado habitualmente (CP. 5.251). La traducción del original es mía.
7 El tipo particular de conciencia es la conciencia conceptual, que algunos filósofos les reconocen a los sapientes, como es el caso de las personas, a diferencia de la conciencia que les reconocen a los sintientes, el caso de los animales.
8 El penal, por si hiciera falta decirlo, es una de las innumerables situaciones posibles en el desarrollo del juego.
9 Alguien que quisiera prepararse para ver el próximo campeonato mundial de fútbol podría tomarse la molestia de leer atentamente el reglamento del juego y aun así no alcanzar a ver el juego, condición alcanzada por nuestro espectador.
10 Aunque esto último no podría contar como condición necesaria, e incluso podría ser la condición de un periodista deportivo que puede reconocer a un buen jugador o a un buen equipo aun cuando él mismo jamás haya jugado, o bien, cuando en su propio juego amateur se halle a una considerable distancia del nivel de juego alcanzado por los profesionales.
11 En el siguiente apartado veremos que formar parte de una institución está muy lejos de ser una cuestión superficial.
12 Como se llamó al ‘niño salvaje’ encontrado en la región francesa de Aveyron hacia finales del siglo XVIII.

Notas de autor

[1] Licenciado en Filosofía. Doctor en Filosofía. Profesor Titular de la Cátedra Introducción al Pensamiento Filosófico y Profesor Asistente de la Cátedra Filosofía del Lenguaje de la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente dirige proyectos de Investigación en la Universidad Nacional de Córdoba y en la Universidad Nacional de San Luis (Argentina). Ha dictado cursos y realizado exposiciones en diversos países de Hispanoamérica.

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