MISCELÁNEOS

Atreverse a decir la verdad desde el buen ciudadano griego, al relativismo de Nietzsche y el cuidado de sí en Foucault

Daring to tell the truth from the greek’s good citizen, to Nietzsche’s relativism and Foucault’s care of the self

César Augusto Ramírez-Giraldo [1]
Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia
Rubén Darío Palacio-Mesa [2]
Universidad de Medellín, Colombia

Atreverse a decir la verdad desde el buen ciudadano griego, al relativismo de Nietzsche y el cuidado de sí en Foucault

Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 33, pp. 199-224, 2022

Universidad Politécnica Salesiana

2022.Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 03 Diciembre 2021

Revisado: 03 Marzo 2022

Aprobación: 15 Mayo 2022

Publicación: 15 Julio 2022

Resumen: Decir la verdad ha sido visto, a través de la historia de la humanidad, como un desafío, como un reto frente a lo que, estando establecido de una manera, podría venirse al piso por una verdad enunciada. Es por ello que el sujeto, la mayoría de veces, evita exponer lo que para él es real y verdadero, para disfrazarlo con mentiras que no incomoden a quienes están a su alrededor. En el presente texto se realizará un recorrido por tres momentos de la historia, en los que atreverse a decir la verdad se convirtió en fundamento de la filosofía y les dio a algunos personajes la importancia de la que gozan en la actualidad. En primer lugar, se hará un breve repaso por el término de la parrhesía en la Antigua Grecia, su relación con otros términos relevantes de la filosofía y la importancia que tuvo dentro de algunas escuelas de filosofía en la época. Después se verá cómo la verdad empieza a ser manipulada desde la mirada del cristianismo y la propuesta de relatividad desde la idea presentada por Friedrich Nietzsche. Finalmente, se hará una reflexión en torno a la propuesta de Michael Foucault en la que se relaciona a la parrhesía con el cuidado de sí. Ya, a modo de conclusión, se dejará abierta la discusión alrededor de la reciente problemática de la posverdad, que refleja en sus mecánicas gran parte de los retos que desde la Antigüedad se han planteado respecto al atreverse a decir la verdad.

Palabras clave: Verdad, parrhesía, relativismo, subjetividad, cuidado de sí, Foucault.

Abstract: Throughout humanities’ history, telling the truth has always been seen or for that matter understood, as a challenge, as a defiance of the status quo or what is established or known, and could very easily be torn down by an announced truth at any given moment. That is the main reason a speaker, in most cases, will avoid expressing their interpretation of what is real and true, and will prefer to intentionally alter it with convenient and accommodating lies that will not result in any type of discomfort for the people around them. This text presents a general overview of three very important and crucial moments in history, in which daring to tell the truth came to be the very philosophical foundation and gave some specific characters in history the importance and relevance they have been given today. First, it covers a brief review of the ancient Greek term Parrhesia, its relation to other relevant philosophical terms and its importance within the different philosophy schools of the era. Later, the process of how truth is started to be manipulated from a Christian stance and later the proposal of relativity from Friedrich Nietzsche. Finally, there will be a reflection about Michael Foucault’s proposal that relates parrhesia to the care of the self. As a conclusion, an open discussion focusing on the recent post-truth issues illustrating the mechanics involved since ancient times in regard to telling the truth.

Keywords: Truth, parrhesía, relativism, subjectivity, care of the self, Foucault.

Forma sugerida de citar:

Ramírez-Giraldo, César Augusto & Palacio-Mesa, Rubén Darío (2022). Atreverse a decir la verdad desde el buen ciudadano griego, al relativismo de Nietzsche y el cuidado de sí en Foucault. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 33, pp. 199-224.

Introducción

El objetivo fundamental de este texto es presentar la verdad como coraje, a través de un camino que empieza con el ciudadano ejemplar griego —ateniense, para ser precisos—; luego atravesará el cristianismo como forma impositiva que unifica el valor de la verdad para hacerla una. A continuación, señalará al objetor oficial de tal verdad, Nietzsche —quien se atreve a reivindicar la mentira como un modo igualmente vigoroso de lograr un sentido—; y cerrará con el regreso de la capacidad de decir la verdad propia de la tradición griega como la alternativa de superación del riesgo del relativismo.

El problema a tratar se encamina a la capacidad de decir la verdad como la disposición de comprender que se trata de un reto que superó lo meramente epistemológico y se convirtió en un problema de acción, es decir, de un encuentro lúcido entre ética y política. Esa aletheia que acontece es la que se puede constatar en Sócrates, el hombre que era capaz de verdad. Foucault (2010) expone con detalle y propiedad esos atletas de la verdad ética y política que era al mismo tiempo una verdad de sí mismos.

Las principales ideas que fortalecen el problema están orientadas a abandonar la comodidad en la que la aletheia había dejado de ser una aspiración y se convirtió en una certidumbre sin discusiones, sin anticipaciones y sin aspiraciones. La verdad dejó de ser, en algún momento del esplendor de la tradición cristiana, ese saber hacer que exigía reto e intrepidez, y se convirtió en una imposición sorprendente pero que demandaba la obediencia del dogma. Entonces aletheia dejó de ser esa interrogación inquietante de sí mismo, para convertirse en una divisa por seguir, en una certidumbre por revelar, en un tesoro por desenterrar, en un mandato por obedecer o en una imagen a la que estar forzado a acomodarse. La verdad se hizo oficial y la capacidad para acceder a ella se redujo a obediencia.

Además, la actualidad temática radica, de otro lado, en volver a plantear la pregunta por lo cierto, salir del estupor, admitir que la aletheia dejaba de ser una certidumbre a la que abandonarse confiado y volvía ser un reto que debía enfrentarse con coraje, con valentía.

En este texto no se trata de presentar un mero itinerario histórico del desarrollo del concepto de parrhesía, sino de mostrar, a través de una cuidadosa metodología investigativa, cómo este concepto configura una reinvención de la aletheia como asunto público, como se encontrará en el primer apartado. En un segundo momento se ahondará en la verdad en el cristianismo y el relativismo de Nietzsche, ya que la parrhesía como la importancia de conocer y decir una verdad particular que obedece a la situación política concreta, no solo va de la mano del aspecto físico, sino que también involucra fuertemente el aspecto espiritual, que conlleva la formación del ser desde su interior y de la mano de Nietzsche descubriremos un sujeto capaz de acceder a la realidad más nítida y auténtica posible, en la cual no tenga que ocultar su modo de pensar a la hora de hacer sus interpretaciones. En un tercer momento el foco estará en el planteamiento de Foucault respecto a la parrhesía que es determinante, debido a que se enmarca en un ambicioso proyecto que busca dar razón de las relaciones entre poder, verdad y subjetividad.

De la mano de una investigación documental de análisis cualitativo-descriptivo se entenderá que no es una casualidad nominativa que los estados occidentales de la actualidad insistan en llamarse a sí mismos demócratas, como lo hacían los griegos. Por eso es necesario volver a tener el coraje de decir la verdad —una verdad concreta, específica, clara y puntual, no una verdad trascendente— a una comunidad que muy seguramente no querrá escucharla.

La parrhesía1 y el buen ciudadano

Es habitual que quienes estudian o han estudiado Filosofía, se centren ante todo en la reconstrucción, el análisis y muchas veces la confrontación de las ideas propuestas en las primeras épocas de la antigüedad en que comenzó a pensarse el individuo desde un punto de vista más subjetivo (Hadot, 2006). En un principio solo se evidenciaban teorías que parecían abstractas y fuera de lugar para el sentir y pensar de las personas del común, pues dejaban de lado la idea principal que propone que la Filosofía debe ser entendida básicamente como un modo de vivir, en el que aparecen un conjunto de prácticas y ejercicios espirituales que pueden llevar al ser humano a tener un mejor porvenir, al resaltar el camino que lo puede llevar a alcanzar la virtud (ἀρετή, aretḗ) ideal máximo de todo hombre, no solo en la antigüedad sino también en la época actual. Sin embargo, es menester entender que a la filosofía no le corresponde mostrar un camino para llegar a un fin, ni representa per se ese fin en sí, por el contrario, representa una forma de interrogarse constantemente sobre las diferentes cuestiones que han rodeado la existencia del ser humano durante el recurrir de la historia material e incluso más allá, en los aspectos mental y espiritual.

Tanto en la antigüedad como en la época contemporánea, en la Filosofía y en cualquier otro aspecto de la vida, el hombre ha deambulado en búsqueda de lo que para él representa el bien supremo, que por consiguiente tiene un carácter teleológico, pues lo dirige a lograr un propósito específico que siempre se ve como mejoramiento, sea de la felicidad como en Epicuro, Aristóteles y Bentham, de la perfección como en Platón o Hegel, o del deber como en Kant o Dworkin: todas ellas son variantes de lo que los griegos conocían como virtud (ἀρετή, aretḗ). Empero, para poder alcanzar este estado, es necesario que, en primer lugar, como dice Michel Foucault siguiendo a Aristóteles en Ética a Nicómaco 1140a y ss., el individuo logre ser lo más prudente (Φρόνησις, phronēsis) posible. Tal prudencia, se convierte a través del tiempo en un llamado a entender, como lo expresa Fornet et al. (1984) que los límites de lo que se debe decir y lo que se debe hacer dependiendo del contexto, más aún porque por diferentes circunstancias, apartes de la historia han sido cautelosamente silenciados o eliminados.

Se trata entonces, dependiendo del contexto, de reconocer los propios límites para no transgredir aquellos espacios que eventualmente puedan generar desavenencias entre los individuos de una misma comunidad o con otras comunidades. De hecho, hay ciertos momentos, especialmente de la vida pública, y en particular en la política, en los que la verdad adquiere lugar preferente dentro del espacio-tiempo. ¿Qué sucede en el espacio de lo político cuando evitar una desavenencia equivale a engañar al interlocutor, quien la mayoría de las veces es un contrincante o un opositor? O, al contrario: ¿qué sucede cuando se busca que haya desavenencia porque ella misma es una táctica de ocultamiento de la verdad, entendida como lo que se debe públicamente saber? Y aún más: ¿qué sucede cuando la verdad es absolutamente necesaria a pesar de que no sea prudente decirla, tanto para quien se ve perjudicado con el desocultamiento como para quien se atreve a pronunciarla como si levantara un velo que cubre algo sin duda vergonzoso, reprochable o delictivo? Es entonces cuando prácticas tan antiguas como la de parrhesía (παρρησία) aparecen en el panorama, para dar a la sociedad una mejor visión sobre de lo que la acción de hablar francamente significa.

En el amplio abanico de temas posibles para abordar dentro de los estudios de filosofía antigua, la parrhesía ocupa un lugar singular por cuanto se trata al mismo tiempo de un concepto fundamental en el pensamiento antiguo y un término no explorado lo suficientemente en la actualidad, por lo menos en relación con otros términos ya clásicos en esta área, como los mencionados phronesis entendida como “sabiduría práctica” en el entramado aristotélico y relacionado con el por qué se decide actuar de alguna manera en lugar de otra y areté vista como virtud. Con esto en consideración, es lícito postular dentro de este texto la pertinencia de llevar a cabo algunas consideraciones en torno a la parrhesía y la importancia que el atreverse a decir la verdad fue adquiriendo a través del tiempo, y cómo esta fue transformándose de un modo en el que terminó teniendo una degradación y degeneración debido a manipulaciones que la pusieron al servicio de lo puramente intencional e instrumental, hasta llegar a lo que hoy se conoce como pos verdad.

Cuando se ponen a la luz asuntos que se consideran sensibles, se suscita el rechazo casi automático de personas que no están preparadas para asimilar las consecuencias que acarrea esa franqueza. Socialmente se ha aprendido a que es mejor callar cuando no se cuenta con las garantías físicas y morales, para ejercer libremente el derecho de la palabra que se aventura a decir lo que se tiene que decir, lo que es menester. Se hace preciso entender el contexto social y temporal para decidirse a hablar, sin provocar ningún tipo de rompimientos dentro del entorno en el que se está desempeñando. De esta manera se hace evidente que cuando no se puede discutir sobre algo en especial, es porque existen ciertos límites que se deben respetar, ciertas limitantes que no se pueden evadir o ciertas limitaciones que no se pueden remediar, es decir, porque son verdades que aunque llegan a ser percibidas por algunos, si llegasen a ser expuestas de alguna manera ante aquellos que, sea por cálculo, por ingenuidad o por estupidez, son ciegos ante la evidencia, podrían afectar de diversas formas a un conjunto más amplio de personas o al mismo que se expone con el discurso. Como lo expone bellamente José Martí:

Así, hay muchas cosas que son verdad, aunque no se las vea. Hay gente loca, por supuesto, y es la que dice que no es verdad sino lo que se ve con los ojos. ¡Como si alguien viera el pensamiento, ni el cariño, ni lo que, allá adentro de su cabeza canosa va hablándose el padre para cuando haya trabajado mucho, y tenga con qué comprarle caballos como la seda o velocípedos como la luz a su hijo! (Martí, 1997, pp. 112-113).

La palabra parrhesía (παρρησία) puede descomponerse etimológicamente en παν, que significa “todo” y ρησις o ρηµα que puede traducirse como “discurso”. Ergo, es factible afirmar que etimológicamente parrhesía significa “discurso sobre todo”, o simplificado, “decirlo todo”. Para encontrar su primera aparición en la literatura griega, es menester remontarse a mediados del siglo V a. C, específicamente, a lo escrito en algunos textos de Eurípides. En estos, el antiguo dramaturgo griego, presentaba a la parrhesía como el derecho inherente a todo ciudadano griego para hablar acerca de asuntos tocantes a la polis. Es en la tragedia Hipólito que aparece el primer uso de la palabra parrhesía, tal como lo trae Eurípides (1960):

FEDRA: […] Esto, en verdad, es lo que me está matando, amigas, el temor de que un día sea sorprendida deshonrando a mi esposo y a los hijos que di a luz. ¡Ojalá puedan ellos, libres para hablar con franqueza [parrhesía] y en la flor de la edad, habitar la ciudad ilustre de Atenas, gozando de buen nombre por causa de su madre! Sin duda esclaviza al hombre, aunque sea de ánimo resuelto, conocer los defectos de su madre o de su padre (p. 420).

De aquella franqueza, tal como se suele traducir al castellano el término parrhesía, el primer detalle interesante que es dable derivar, es que la parrhesía al ser un derecho del ciudadano griego, implicaba al mismo tiempo un conjunto de exclusiones. Ni el esclavo, ni los extranjeros, ni las mujeres, por ejemplo, podían ejercer esa franqueza, pues no eran considerados ciudadanos con plenos derechos dentro de la polis. Véase que el término parrhesía se entendía aquí en un sentido claramente político, conforme a Foucault (2010), pues para ese contexto constituía el derecho legítimo que tiene el ciudadano griego a influir activamente, a través de la mayor franqueza, en los vaivenes de su ciudad.

Pero a partir del contexto griego se puede entender una acepción aún más amplia de parrhesía. El sentido dado a este término será posterior y no se limitará al solo ejercicio de un derecho político, sino que se convertirá en toda una práctica consistente de decir la verdad, toda la verdad, sin guardarse nada, por más que al otro esta situación le incomode. En este sentido, quien dice la verdad, al decirlo todo sin tapujos, no está hablando completamente sobre todo lo que se le viene a la cabeza, más bien, el decirlo todo se entiende como el sujeto conlleva como fin el afectar al otro tanto como a sí mismo, es decir, que a través de su discurso busca la transformación del otro y del yo. Se puede entender entonces, que la verdad, en este sentido, no es algo que el individuo posea y el otro no. En el ejercicio de la parrhesía, entendida como práctica existencial de plena franqueza, ambos, el que ejerce la parrhesía y quien lo escucha, conocen la verdad. El punto radica en los efectos producidos por dicha práctica, tal como lo expresa Thoreau (2014) cuando expone:

Pero en tales casos hay que estar muy en guardia para evitar actuar llevado por la obstinación o por un indebido respeto a la opinión del prójimo. Lo que hay que comprender es que actuando así se está haciendo lo que uno debe y lo que corresponde a ese momento (p. 51).

La parrhesía es por antonomasia, una modalidad de vida estudiada y adoptada desde la antigua Grecia, que etimológicamente hace referencia a “la actividad de decirlo todo: pan rhemaParrhesiázestai es decir todo” (Foucault, 2010, p. 28). Los primeros en plantear este arte en la antigüedad y a su vez fueron considerados como fundadores del mismo, fueron Antístenes (445-360 a. C) y Diógenes de Sínope (400-325 a. C), quienes pensaban que era indispensable que la verdad no tuviera barreras de acceso determinadas por un estatus social, económico o de poder político. Ambos pensadores pertenecieron a la escuela de los Cínicos, en la que procuraron incentivar entre sus discípulos la necesidad y la importancia de hablar con la verdad sin importar las consecuencias que con ello llegarán a su vida o a la del conjunto de personas con las que estuvieran departiendo. Todo esto, como lo expresa Asuaje (2014) con el fin último de liberarse de las ataduras sociales y poder llegar al punto de sincerar su existencia

Fueron entonces los Cínicos, los que impulsaron esta práctica en Grecia, poniendo sobre la mesa la importancia de investigar lo que es verdadero y decirlo abiertamente frente a los que se vieran afectados por lo mismo, sin tener en consideración que se lo pudiera tildar de grosero o peor aún trasgresor de las leyes divinas, humanas y/o ciudadanas (Soto, 2014), que determinaban —y aún lo hacen— el orden de una comunidad. Aquel que se dedicaba a esta práctica, siglos más tarde fue denominado como Parrhesiastés, aquel sujeto quien sin temor alguno decía la verdad, tal como lo expresa Foucault (2010), en cualquier espacio, incluso arriesgando su propia integridad, su propia vida. La escuela cínica, fundada por Antístenes en el siglo IV a. C, representaba de la mejor manera el espíritu de la parrhesía entendida como modo de ser, como ejercicio existencial. Ya la franqueza no se vehicula a través del uso de la palabra, sino que la vida misma, en su azarosa cotidianidad, se torna en un constante y arriesgado atreverse a decir la verdad, en el contexto que esta deba aparecer.

El cínico, equiparado con un perro, yacía en cada esquina de la polis, tirado en la calle; estaba descalzo y harapiento, subvirtiendo las convenciones sociales sin ningún tipo de pudor. La personificación por excelencia de la escuela cínica, y, por extensión, de la parrhesía más feroz, fue el ya mencionado Diógenes de Sinope. La parrhesía era, es y será libertad, en palabras de Foucault (2010) y sobre todo libertad de palabra, pues la única ley que importa es la que está en armonía con la naturaleza; todas las demás leyes son fútiles.

Famosa es su anécdota con Alejandro Magno, recogida por Diógenes Laercio: “Cuando tomaba el sol en el Cráneo se plantó ante él Alejandro y le dijo: “Pídeme lo que quieras”. Y él contestó: “No me hagas sombra” (Laercio, 2007, p. 38).

La parrhesía se torna para este momento en provocación, pero también manifestación de una continuidad entre una verdad interior y su despliegue exterior. Diógenes de Sinope, al igual que el resto de cínicos, al encarnar el ejercicio de la parrhesía con tanta fidelidad, terminó siendo consecuente existencialmente con aquello que decía. Entre los considerados grandes filósofos y además un gran parrhesiastés se encuentra la figura de Sócrates, quien constantemente estaba enfrentándose a los atenienses en la calle, señalado por señalando por Foucault, (2004) lo que él veía como verdad e invitándoles a ocuparse de sí mismos a través del cultivo de la sabiduría, la verdad y la perfección de sus almas, ya que, en palabras del mismo autor (2010) se hacía primordial para un correcto cuidado de sí (Epiméleia heautou).

Era indispensable comenzar por tener un alma libre de toda atadura, lo que para los griegos, especialmente los cínicos, se conseguía a través del uso correcto de la parrhesía2, y fue buscando incentivar esta práctica, que Sócrates en su diálogo con Alcibíades —personaje de la élite ateniense que buscó en el filósofo al maestro que le guiara para ser un buen gobernante— trató de hacerle ver cómo antes de poder ser un dirigente digno de un pueblo, debía dedicar un espacio para cuidar de sí mismo, y para tal fin se hacía necesario ser transparentes, situación que se lograba a través del ejercicio de la parrhesía, que como resultado lograba hacer del hombre alguien mejor (Platón, 1871), no solo para el desarrollo de su propio ser, sino como engranaje fundamental dentro de un grupo social determinado.

Para Sócrates, referido por Platón (1871) “todo hombre que tiene cuidado de su cuerpo, tiene cuidado de lo que le pertenece, pero no de sí mismo” (p.186), por eso quien no es capaz de cuidar de sí mismo, difícilmente podrá dirigir a otros por el camino de la rectitud o de la verdad. Empero, el ejercicio de la parrhesía puede acarrear consecuencias nefastas, como le sucedió a Sócrates, quien encontró la muerte por hablar de manera sincera y crítica frente a los sofistas, “al incitar a los ciudadanos a ocuparse de sí mismos, en su razón, verdad y alma, a través de la zétesis (indagación), exétasis (examen del alma) y la epiméleia (cuidado de sí mismo), para practicar la virtud” (Soto, 2014, p.16).

En concordancia con lo anterior, aparece un nuevo grupo de filósofos conocidos como los epicúreos, para quienes la parrhesía está conectada profundamente con el cuidado de sí, a tal punto que llegó a ser considerada por Foucault (2004) como “una técnica de guía espiritual para la educación del alma” (p. 52). Esta fue una modalidad que poco a poco evolucionó dentro de las mismas escuelas filosóficas, pero con un mismo fin: convertir al hombre en un mejor ciudadano, a partir de convertirse a sí mismo en una mejor persona, para que así pudiera ser realmente aportante a la sociedad a la que pertenecía.

La parrhesía debe entenderse entonces como un diálogo o un debate encaminado a encontrar una verdad común. Como ya se mencionó, el que practica la parrhesía ya posee, muy dentro de sí, la verdad y lo único que hace es enunciarla con atrevimiento y sin importar las posibles consecuencias que pueda tener semejante acto, no solo para el sujeto sino también para su entorno. Un ejemplo paradigmático de parrhesía lo trae Platón, quien en su carta VII narra su encuentro con Dionisio, tirano de Siracusa. Junto a Dión, un joven político familiar de Dionisio, emprende la misión de implantar en Siracusa sus ideas sobre el Estado, la virtud y la justicia.

Sin embargo, Platón no buscaba llegar a acuerdos con Dionisio o entablar un diálogo fructífero. Platón ejercía la parrhesía, o sea, decía su verdad, una verdad cuyo contenido brotaba de su propio ser, para ser expuesta sin importar el contexto, pues decía esa verdad, aún a sabiendas de las consecuencias incontrolables que pudiera acarrear. En efecto, el ambiente político y social que rodea a Dionisio terminó influyendo de tal manera, que aquello que le decía Platón fue asumido de la peor forma, resultando todo en un total fracaso. Platón buscaba influir en el tirano de Siracusa de modo que la verdad se desplegara en la realidad, a partir de la puesta en marcha de ciertos principios considerados indispensables para un buen gobierno, justo y virtuoso. Al final, Platón se estaba jugando la vida misma. Al enunciar sin guardarse nada, lo que él considera verdad acerca de lo que se consideraba como el mejor gobierno, corría el riesgo de sufrir terribles represalias por parte de un tirano con gran poder. Existe una asimetría entre quien ejerce la parrhesía y quien lo escucha, por tal razón concurre el elemento de riesgo como algo inherente al modo de ser de la parrhesía, lo que permite que el sujeto no sea inacabado en su actuar ni en su decir.

De modo, pues, que la parrhesía lleva consigo una doble dimensión. Por un lado, existe un espacio externo, en el que se manifiesta la libertad de palabra de quien ejerce la parrhesía. Por otro lado, hay una dimensión interna que consiste en la veracidad de la actitud, que también se puede entender como reconocibilidad y autenticidad en su modo de ser en el mundo, donde lo que se esté expresando sea acorde con la forma cómo se hace. Así las cosas, quien practica la parrhesía, hace uso de su libertad para hablar con franqueza y decir su verdad, aquella verdad que va de la mano con su transformación y la posible transformación de quien le escucha. Puede afirmarse, pues, que la parrhesía contiene una apuesta valerosa por la verdad, encaminada al mejoramiento general de una comunidad determinada. Sin embargo, no es fácil dirigir a otros por el camino de la rectitud y la verdad, y más aún desde el ejercicio de la parrhesía, ya que fácilmente puede acarrear consecuencias nefastas, como la muerte del parrhesiasta. Es muy importante tener presente que este es un crítico de la política porque tiene interés en su comunidad y no porque aspire al poder. Este es un aspecto de suma importancia si se tiene presente que la post-verdad es cosa de poderosos o de aspirantes al poder, como ya se verá más adelante en este trabajo.

Bien lo expresaba Montaigne en sus Ensayos:

Es a la verdad la mentira un vicio maldito. No somos hombres ni estamos ligados los unos a los otros más que por la palabra. Si conociéramos todo su horror y trascendencia, la perseguiríamos a sangre y fuego, con mucho mayor motivo que otros pecados. Yo creo que de ordinario se castiga a los muchachos sin causa justificada, por errores inocentes, y que se les atormenta por acciones irreflexivas que carecen de importancia y consecuencia. La mentira sola, y algo menos la testarudez, parécenme ser las faltas que debieran a todo trance combatirse: ambas cosas crecen con ellos, y desde que la lengua tomó esa falsa dirección, es peregrino el trabajo que cuesta y lo imposible que es llevarla a buen camino; por donde acontece que comúnmente vemos mentir a personas que por otros respectos son excelentes, las cuales no tienen inconveniente en incurrir en este vicio (Cap. IX).

La verdad en el cristianismo y el relativismo de Nietzsche

Se entiende a partir de lo expuesto que la parrhesía como la importancia de conocer y decir una verdad particular que obedece a la situación política concreta, no solo va de la mano del aspecto físico, sino que también involucra fuertemente el aspecto espiritual, que conlleva la formación del ser desde su interior. Por tanto y dando todavía más sentido al tema de la verdad dentro de la historia y trascendida a un plano espiritual, va a surgir siglos más adelante la idea de un Dios superior que habita en ese espacio espiritual y que envía a la tierra sus profetas, para promulgar la verdad relacionada con una vida posterior al material. Como lo manifiesta Nietzsche (2003), tales doctrinas llegaron cargadas de ideas de “sacrificio de toda independencia, de toda libertad de espíritu, de toda fiereza y al mismo tiempo un servilismo” (p.78), en favor del prójimo, mucho más loable si es a costa de la propia tranquilidad del que funge como servidor. El bien y el mal además aparecieron como el fundamento sobre el cual se cimentó la ideología del cristianismo, de la mano del castigo o retribución que por el accionar del hombre en su vida cotidiana —en la realidad— se obtendrá en esa vida del más allá, relacionada con la idea filosófica relacionada con la verdad traída desde la antigua Grecia.

La verdad dejó de ser un concepto “tangible” en la realidad, y pasó a ser un elemento que se manifestó en otra dimensión diferente a la que se puede ver y tocar, a la cual solo se puede acceder tras el paso de la muerte. Será pues gracias a lo que más adelante se conocerá específicamente como cristianismo, por el que el hombre deje de preocuparse de sí mismo y centre su existencia en la complacencia de un dios, que se encuentra en el más allá, lo que permitirá no separa la idea de trascendencia del mismo ser humano.

Ante la finitud del cuerpo, la promesa de una eternidad gloriosa se convierte en el valor superior, pero, paradójicamente, para cumplir con dicho objetivo, el individuo debe satisfacer lo menos posible sus propias aspiraciones o deseos. La verdad ya no sería entendida, por consiguiente, en el sentido griego de develamiento, sino más bien en el sentido bíblico de entrega y lealtad. Tal devoción se verá reflejada en la figura de sus profetas, como trasmisores del mensaje divino, en el caso del Antiguo Testamento; y en el Nuevo Testamento se condensará en la figura de la persona de Jesús. Lo menciona el apóstol Juan en el prólogo de su evangelio: “[…] la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Juan, 1,17) y será por medio de él que esta se le dé al sujeto como don y revelación del amor de Dios.

La disciplina por la que se instaura en el sujeto este tipo de pensamiento, será conocida como “moral cristiana”. Si la ética es la disciplina por la que se regula el uso de la razón, la moral será considerada, desde el cristianismo, como una disciplina teológica, que guía al sujeto en su buen accionar desde la fe. Dicha guía se basa en normas o valores, como expresión de un acuerdo del sujeto con la sociedad a la que pertenece, pues hay que destacar que el bienestar grupal, siempre será más importante que el personal. Entonces, cuando se busca el beneficio del prójimo sobre el propio, el sujeto renunciante adquiere un valor que le será compensado en una vida colmada de gloria en el más allá, donde hay un ser superior que todo lo ve y todo lo juzga.

Al poner en evidencia que hay un ser superior al humano, en este último es justificada toda la debilidad a través de la culpa, la enfermedad, la pobreza, todo lo que tenga que ver con el sufrimiento. Aun así, el ser humano tendrá que buscar la misericordia de ese Ser superior, a través de un accionar servil y ausente de toda vanidad. Serán las enseñanzas de Jesús las que determinen, por tanto, la guía de esta moral, ya que él dijo “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, y a partir de ello se dirige la conducta del seguidor cristiano.

Solo desde la fe se puede entender la moral cristiana, ya que es esta la que sostiene el creer en un ser y una vida de la que no se puede tener constancia en la realidad del sujeto. La que da conciencia de lo que es bueno o malo, pero que a su vez pretende ser demasiado benévola, al promover el perdón del enemigo, satisfacer al que se porta mal, básicamente, la que incita a poner la otra mejilla, en lugar de buscar la propia complacencia.

Contrario a estas ideas, se presentó Friedrich Nietzsche haciendo una crítica a la moral cristiana y a lo que con ella se va a entender por verdad o verdadero:

[…] creemos que la moral, en el sentido que ha tenido hasta ahora, es decir, la moral de las intenciones, ha sido un prejuicio, una precipitación, una provisionalidad acaso, una cosa de rango parecido al de la astrología y la alquimia, pero en todo caso algo que tiene que ser superado (Nietzsche, 2003, p. 62).

La moral cristiana fue la decadencia del sujeto y de la misma creencia, todo ello gracias a que se preocupa por preservar un bienestar que dentro de sus supuestos solo se puede adquirir después de la muerte, dando por sentado que será esa la realidad del sujeto y no la que vive en el momento, en palabras de Nietzsche (1967):

[…] el maestro de la moral se erige en maestro del fin de la vida; inventa para ello una segunda vida, y por virtud de este artificio saca a nuestra vida antigua y ordinaria de su antiguo y ordinario quicio (p.18).

De la mano de estas ideas se va a ver, por ende, una religión que domina desde el miedo y las necesidades creadas en sus seguidores, fundando “verdades” a su conveniencia. Será ahora, más que nunca, cuando se haga evidente que el poder de poseer la verdad será para aquel que sea capaz de imponer su forma de pensar, no para el que se preocupe por obtenerla y diseminarla, como se proponía desde la parrhesía. Para Nietzsche (1967), la moral cristiana era el camino a la creación de una moral falsa, pues obliga al sujeto a negar su realidad y su propia integridad, para asumir la que otros le imponen como real y verdadera.

Por tanto, Nietzsche (1967) propuso como mandatorio que el ser humano volviera a ocuparse de sí mismo, dejando atrás todas las ideas implantadas desde el poder eclesial, dentro de las cuales se resalta la idea de un mundo en decadencia, donde todos como rebaño deben contentarse con su suerte y ayudar al más débil, dejando de lado toda idea de superación y complacencia de su ser, en su realidad.

Para el filósofo alemán, “El hombre debe preocuparse por su vida; lo que conoce le debe permitir seguir viviendo y creciendo, de lo contrario sería un sinsentido” (Giraldo, 2008, p.134). No puede ser posible que además de vivir en la dicotomía entre el bien y el mal, el ser humano tenga trastocados dichos valores y por ende sea ajeno a la verdad. Critica que lo malo en el cristianismo, se convierta en goce, en el símbolo de la redención para estar bien en el más allá, haciendo que la esencia del individuo prácticamente desaparezca. Para dimensionar mejor a lo que se refería, es menester, agrega Giraldo (2008), relacionar este accionar con la moral del esclavo, que es débil e incapaz de cambiar su situación, sea porque le complace o porque no quiere ver más allá. El hombre debe volver a la idea de los antiguos filósofos, del cultivo del ser desde su propia existencia, con moral fuerte y dominante, que resalte entre los otros, sin sentir que está actuando mal.

La moral fue relacionada con la dominación de una cultura, es decir, quien no esté dentro de la norma es tratado como sedicioso y en la misma medida reprimido y rechazado por la comunidad en la que se encuentre (Giraldo, 2008). Esto lleva al individuo a tomar posiciones extremas, o está adentro o está afuera, no hay tintes medios para hacer parte. Y aunque no hay posiciones medias, tampoco hay verdades certeras; pues lo que para uno es verdadero y lo defiende a muerte, para el otro puede existir otra versión completamente diferente. Por ejemplo, para Nietzsche, Dios debe representar lo mejor de esa cultura, y con todas las variables, no solo debe simbolizar la bondad, pues eso demostraría la falta de interés por un futuro (Giraldo, 2008). Piensa que la religión hace que el individuo se sienta inferior y ese no debe ser el ideal del ser humano, quien debe procurarse ser superior, abarcando todo lo que esté dentro de las posibilidades del intelecto, eso sí, manteniendo la responsabilidad que aprendió de tener que comparecer ante un ser superior, como lo expresa Giraldo (2008). Debe superar todo lo que parezca ser engañoso, al modo de Nietzsche (1984):

Abstrayendo de toda teología y de la guerra que se le hace, se desprende que el mundo no es ni bueno ni es malo, ni el mejor, ni el peor, y que estas ideas de lo bueno y de lo malo no tienen sentido sino con relación a los hombres y aun así no resultan justificadas: debemos renunciar a la concepción del mundo injurioso y panegirista (p. 41).

La intención de Nietzsche (1984) es que el sujeto pueda acceder a la realidad más nítida y auténtica posible, en la cual no tenga que ocultar su modo de pensar a la hora de hacer sus interpretaciones, pues la verdad estará de igual forma supeditada a la perspectiva desde la cual se describa, por tanto esto sigue siendo problemático porque de fondo las diferencias en las formas de pensar y ver las cosas permeadas por una cultura previamente adquirida, pueden llevar al sujeto por caminos distintos a la realidad que se puede percibir.

Este mismo filósofo hace referencia a ideas propuestas por Kant (2007), quien inició con la inquietud por el conocimiento de la cosa en sí, mostrando las limitaciones para acceder al conocimiento y cómo al sujeto se le dificulta apropiarse del concepto de verdad, pues toda noción proveniente del cientificismo propio de esta época, se fue convirtiendo en una razón manipuladora, lo que conlleva, en palabras de Giraldo (2009) a “(…) la imposibilidad de conocer con nuestra razón el objeto en sí, y la delación de la posibilidad de error del hombre en la interpretación de lo que es la realidad” (p. 55), es decir, el hombre a pesar de poseer la razón que le permita entender lo que ve, también debe hacer uso de su subjetivismo y empirismo —esto es lo que plantea Kant— para interpretar lo que percibe a través de los sentidos.

Solo se puede tener conocimiento de aquello que se puede ver, que se puede sentir, experimentar, o dicho al modo de Kant (2007), de aquello que entra en las categorías del tiempo y del espacio; la objetividad de lo real se obtendrá pues, por medio de la sensibilidad y del entendimiento. Por tanto, el conocimiento del sujeto, según Kant (2007), no accede a la realidad, porque siempre va a estar limitado por su subjetividad.

En la misma línea, Nietzsche (1984) quiere resaltar, además, el cambio que para el siglo XIX se da en la forma como se considera el entorno que rodea al sujeto, siendo esta más objetiva y segura. Es sabido que la pregunta por el porqué de cada cosa que rodea al sujeto, ha estado presente desde que el hombre empezó a pensar y cuestionar su existencia, sin embargo, han sido pocos los que se han preocupado por comprender cómo algunas cosas que parecen ser algo, en realidad no lo son. Esta escasez de sujetos que se cuestionan lo que se les da como realidad, se presenta por la herencia de la tradición metafísica occidental, criticada fuertemente por Nietzsche.

La cultura occidental se dedicó en siglos anteriores a crear valores falsos que van en procura de la negación de la vida misma, que Nietzsche va a identificar como nihilismo (Segura, 1986). Para ser más certero en su afirmación, propone derrumbar dichos valores, que hacen pensar al sujeto en una realidad que trasciende lo humano —tanto para explicar su origen como su deceso— en un campo netamente espiritual, ajeno a lo que puede percibir; y construir una nueva perspectiva, donde el individuo sea amo y señor de su realidad.

A pesar de que en el siglo XIX, surgen tendencias científicas, como el positivismo, por las que se busca conocer el mundo tal cual es, proporcionando validez a los métodos con los cuales se busca obtener la verdad, todo este esfuerzo por favorecer la racionalidad, no proporcionó las herramientas para adquirir la verdad, sino más bien para mejorar el método por el cual se le manipula; pues las cosas no llegan a conocerse tal cual son, sino que simplemente se queda en determinar de qué manera el sujeto se relaciona con ellas. Para Nietzsche, en palabras de Martínez (1999) lo que hace la ciencia es transformar el mundo para que parezca ser auténtico, manteniendo la dualidad propuesta desde la metafísica, de lo bueno-malo, verdadero-falso.

Eran —y siguen siendo— las escuelas y sus intelectuales, los tenidos por únicos conocedores de la verdad, de la cual solo expondrán “[…] al público el uso, y guardan para sí la clave” (Kant, 2007, p. 34) e igual a lo tratado en la crítica a la moral cristiana, era evidente que quien detentaba el poder, era el que estaba en la capacidad de dominar la verdad e imprimir con su traza la forma de pensar lo que mejor le convenga.

Como una crítica al racionalismo dominante, estos filósofos se preocuparon por hacer un llamado de atención a la importancia del uso de la reflexión y de ser consciente de los alcances reales de sus procesos, que cada vez son más ajenos a lo que es el individuo como tal. El hecho de que una premisa provenga como decreto desde una determinada disciplina, no obliga al sujeto a tomarla como real o verdadera, solo por el hecho de haber sido determinada a partir de la razón y mucho menos si se ha entablado con la intención de dogmatizar, de hacer creer que existe una verdad absoluta a la cual el sujeto del común no es digno de acceder.

Una propuesta de Nietzsche (1984) para compensar toda esta crítica a la moral y a la racionalidad, es el ver en la figura del viajero que no tiene un fin último y que por eso mismo estará dispuesto para ver lo que realmente pasa a su alrededor, que por el gusto de conocer lo nuevo, no estará precavido ante nada (Nietzsche, 1984), solo tendrá los brazos abiertos a lo que el día tras día le quiera ofrecer. El sujeto del común también deberá estar en la búsqueda para entender la realidad que le es evidente, por tanto, una y otra vez van a aparecer ideas, disciplinas, tendencias, que procurarán ayudarle en este camino; lo importante aquí es que el sujeto esté en la disposición de indagar a profundidad.

Para estar más cerca a la figura del viajero, el sujeto tendrá que superar las ideas de lo bueno y lo malo que se han hecho impronta en su conciencia a la hora de actuar, ya que, según Nietzsche (1984), el bien y el mal dependen de una situación particular, y, por tanto, no son categorías absolutas. Esto quiere decir que, según las experiencias, el conocimiento, en fin, la perspectiva de cada uno, es que se va a determinar si algo es positivo o negativo, todo en la medida en que el sujeto se vea afectado. A esto se le conoce como la moral relativa de Nietzsche. No existen, por ende, leyes generales que puedan aplicarse a todas las personas de manera indistinta, cada quien va a percibir el mundo a su conveniencia, esto significa, por lo tanto, que tampoco hay verdades absolutas, también estas son relativas. El discurso se acepta o se rechaza de acuerdo con la disposición del individuo.

Sin embargo, esta postura va a implicar que el sujeto no va tener un acceso objetivo a la realidad, pues solo toma lo que para él sea importante y lo valora de acuerdo con una escala personal. Este sujeto comienza a cuestionarse por la relación entre pensar y ser, mirando la realidad desde su propia perspectiva, no como un hecho establecido sino, expresado por Martínez (1999) “como creación exigida por el ser a través de la que se expresa como ser-interpretado” (p. 40). Esto que será entendido como perspectivismo y fue articulado por el filósofo alemán en diferentes niveles.

El primero, hace referencia a la base biológica y básica de todo ser humano, de su relación con la naturaleza, es decir, los intereses, necesidades y condiciones de supervivencia de la raza. Este sería conocido como el hombre intuitivo, aquel que va con el devenir del mundo, sin estar sujeto a pautas sociales. Se muestra que el hombre, como lo afirma Nehamas (1985) no está separado de la naturaleza y que más bien está totalmente inmiscuido en ella, por tanto, el sujeto debe estar abierto a que el flujo de la vida es constante, ciego e irracional.

El segundo nivel está relacionado con el hombre racional (Nietzsche, 1996), que se rige por conceptos y está constantemente sistematizando lo que tiene alrededor, lógicamente desde la perspectiva individual; para ello toda metáfora será concepto, pues eso será lo que lo ponga en un nivel superior al de los animales. Según Nietzsche, en palabras de Nehamas (1985): “Hechos son precisamente lo que no existe, solo interpretaciones” (p. 42), por tanto, aunque sigue vigente la inclinación por querer conocer las cosas tal cual son, estas serán tomadas como verdaderas en la medida que le sirvan al sujeto para su supervivencia.

Con esto último, se evidencia que hay períodos en los que ambos niveles del perspectivismo van a coincidir en el camino. Nietzsche trató de explicarlo en su ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral:

[…] el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza (Nietzsche, 1996, p. 36).

Aunque un nivel domine sobre el otro, habrá momentos en que se necesiten mutuamente para entender y afrontar el mundo que les viene por delante.

Así las cosas, no solo se trata de cómo se vea la realidad sino también del sentido con que se la viva. Por tal motivo, Nietzsche (1984) también establecía la existencia de dos tipos de moral humanas, unas inferiores de aquellos que estarán siempre resentidos con la vida (moral de esclavo); y otro grupo de superiores, que determinarán su ser desde el interior y no desde lo que reciban del entorno (moral de señor). El siguiente nivel de perspectivismo estaría ligado a la particularidad de cada individuo en cuanto miembro de uno u otro grupo. Allí se resalta cada instinto, impulso y fuerza que lo define como sujeto y lo pone en pugna con los demás (Romero Cuevas, 2015). La verdad no será entonces determinada por cada sujeto, sino que tendrá influencia el entorno y la cultura en la que este se desarrolle.

Se pasa de una época en la que se proclama una verdad absoluta, eterna y universal, donde el sujeto trasciende de lo físico a lo espiritual, por lo que nunca deja de existir; a una nueva visión de la vida, en la que el hombre es considerado como tal, por ser una pluralidad de instintos e impulsos, que van a determinar la verdad que le inspira de acuerdo con el impulso que le domine en cada momento. La verdad dejará ya de ser absoluta, dominante y permanente, y transitará a ser plural y cambiante. Desde esta filosofía, se propondrá que la verdad no sea solo dictada desde la voluntad de poder que solo pretende imponerla como dogma; más bien espera que la verdad sea construida por el individuo desde su particularidad y la relación con su grupo social.

Será importante, entonces, que cuando se vaya a tomar un precepto como verdadero, se lo analice desde el contexto en que surge. Solo así se podrá tomar como tal o rechazarlo de raíz, de esta manera se le dará sentido y significado a la existencia. No obstante, aquello que sea tomado como no verdadero, tampoco debe considerarse un error, sino más bien como la posibilidad de: “[…] una apropiación relevante para nuestra acción de ciertos aspectos de la estructura de lo real” (Romero Cuevas, 2004, p. 137). Cada verdad será posible en la medida que sirva a determinadas necesidades, tendrá sentido de acuerdo con las condiciones de vida dentro de las que se represente, por lo que difícilmente habrá una verdad única.

Para Nietzsche (1996), la verdad estaba sujeta a una perspectiva determinada, “una multitud de metáforas, metonimias y antropomorfismos en movimiento, en suma, un conjunto de relaciones poética y retóricamente potenciadas, transferidas y adornadas, que tras prolongado uso le parecen fijas, canónicas y obligatorias a un pueblo” (p. 23), es decir, en la medida en que esa verdad sea útil para quien la promulga, será tomada en cuenta por aquellos a quienes también afecte, sea de manera positiva o negativa. Convertida en un conjunto de conceptos validados colectivamente, gracias al uso reiterativo del lenguaje.

En contraste con esta aprobación, se tiene la figura de la mentira. Cuando el sujeto abusa de las convenciones otorgadas a un elemento o concepto, cambiándolas de manera interesada y provocadora, al ser descubierto, será excluido por la sociedad y manchado por la desconfianza.

Sin embargo, no se debe pensar que en el entorno del sujeto todo gira entorno a verdad o mentira de manera excluyente, pues según Nietzsche (1996), las designaciones del lenguaje son arbitrarias y nunca se podrá llegar a una verdad adecuada y pura. Ya que, como se ha mencionado anteriormente, las cosas se designan en la medida en que el sujeto tenga relación con ellas:

Decimos que un hombre es honesto. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad!... Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada honestidad, pero sí de una serie numerosa de acciones individuales, por lo tanto, desemejantes, que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de “honestidad” (p. 24).

Será pues en la medida en que una convención afecte a un sujeto y a su comunidad, que esta será tomada por él como verdadera. La verdad se transforma en un concepto que se maneja alrededor de la conveniencia, el beneplácito y la visión de quien la trasmite y de quien la percibe. Aunque parezca que Nietzsche promueve una prefiguración de la posverdad, es necesario aclarar que, lejos de lo anterior, lo que él busca es abandonar las certezas del dogmatismo cristiano tanto en epistemología como en moral.

La verdad como elemento del cuidado de sí en Foucault

En la época contemporánea se verá que no abundan los estudios de filósofos sobre el problema de la parrhesía. Quizá la falta de sistematización de dicho término en el corpus de obras de los grandes pensadores clásicos como Sócrates o Platón, así como su carácter subversivo e incómodo, la hayan relegado a un lugar secundario en la tradición filosófica occidental. Aunque el término no haya sido estudiado ampliamente, sí han existido aproximaciones interesantes al mismo, algunas de las cuales resultan sumamente enriquecedoras por el diálogo que establecen entre antigüedad y actualidad. A continuación, se hablará someramente de tres autores que retoman, cada uno a su modo, el concepto de parrhesía.

Carlos García Gual, en su libro La secta del perro. Vidas de los filósofos cínicos, lleva a cabo una reivindicación de la figura del cínico: “Estos son buenos tiempos para el cinismo, inmejorables para el sarcasmo como forma crítica” (2005, p.1). García Gual intenta hallar en aquellos personajes cínicos, marginados por la tradición filosófica occidental, un revulsivo que sirva como alternativa a la civilización actual, tan frenética y decadente al mismo tiempo. Ciertamente, al tratar de rescatar a los cínicos, la parrhesía hace su aparición de modo ineluctable. García Gual resalta la parrhesía como ese decirlo todo con desenvoltura que caracteriza a los filósofos cínicos, donde se ponen en duda las normas institucionalizadas, ya que quizá el establishment requiera de una sacudida para enderezar sus sendas torcidas por la corrupción y la mentira.

Más que un obedecer ciego a normas impuestas desde fuera o un dejarse influir por opiniones ajenas, la parrhesía debe permitir el gobierno de sí mismo a través de la interiorización y exteriorización de la verdad. García Gual (2005) lo muestra claramente así:

La conquista de la libertad es el objetivo de esta sabiduría práctica. Que la verdadera sabiduría da el poder gobernarse a sí mismo, independizándose de la alienación de la dóxa y el nomos, para servirse de la franqueza de palabra, la parrhesía, y de la despreocupación respecto de los valores convencionales, la adiaphoría, es la afirmación fundamental de Diógenes (p. 40).

En la época contemporánea es Michel Foucault quien retoma a profundidad el estudio de la parrhesía. En sus últimos años de vida volcó su trabajo intelectual hacia el tópico del cuidado de sí. La parrhesía sería una práctica privilegiada a lograr ciertos efectos visibles en el marco del cuidado de sí. El análisis foucaultiano de la parrhesía es considerablemente vasto. De hecho, el último curso del Collège de France dictado entre 1983 y 1984, tenía por nombre El coraje de la verdad y está dedicado casi por completo al problema de la parrhesía.

En síntesis, Foucault (2010) define a la parrhesía como:

[…] el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad ofensiva que escucha […] La parrhesía establece, pues, entre quien habla y lo que dice un lazo fuerte, necesario, constitutivo, pero abre bajo la forma del riesgo el vínculo entre el hablante y su interlocutor. Después de todo, en efecto, la persona a quien uno se dirige siempre tiene la posibilidad de no hacer oídos a lo que se le dice (pp.32-33).

El anterior pasaje deja algunos elementos importantes para destacar. En primer lugar, aparece de nuevo el riesgo como característica inseparable de la parrhesía. El atreverse a decir la verdad, sin ocultar nada, supone un riesgo para quien ejerce dicha práctica, que puede ir desde la no escucha de esa verdad por parte de su interlocutor, hasta la muerte misma. En segundo lugar, aparece una interesante relación entre sujeto y verdad, porque quien ejerce la parrhesía está ligado vivencialmente a aquello que está diciendo. La verdad produce una serie de transformaciones en el sujeto, el cual, al mismo tiempo a través de ciertas prácticas de sí, logra dotar de veridicción su enunciación de la verdad.

En sus diversos estudios en los que además involucra como Sócrates y los epicúreos, la importancia de la prudencia y del cuidado de sí, Foucault hace referencia a los aspectos de la parrhesía que la muestran como una práctica relacionada especialmente con el hecho de “decirlo todo, pero ajustado a la verdad: decirlo todo con verdad, no ocultar nada de la verdad, decir la verdad sin enmascararla con nada” (2010, p. 29). Es decir, ya no se trata solo de hablar por hablar, con el fin dañar al oponente y beneficiarse a sí mismo, sino más bien por medio de esta actividad, poder llegar a rectificar conductas que mejoren la calidad de vida de la sociedad en general, así se pongan en riesgo las relaciones interpersonales o incluso la propia existencia.

En este aspecto, Foucault se centra en la relación de parrhesía y democracia, gracias a la cual los ciudadanos pueden hablar, opinar y participar en las decisiones —actualmente todos pueden ejercer dichos derechos, en la Antigua Grecia solo era exclusivo de quienes pertenecían a la élite— el “decir-veraz” (Parrhesía παρρησία) y el valor de la lucha para llevar los ideales a cabo, aunque también considera el problema de la manipulación del discurso, para persuadir. Con esto se refiere a que dentro de la práctica del decir-verdad, en palabras de Giraldo (2016) hay varios juegos que confluyen, el político, el de la verdad y el coraje.

El planteamiento de Foucault respecto a la parrhesía es determinante, debido a que se enmarca en un ambicioso proyecto que busca dar razón de las relaciones entre poder, verdad y subjetividad. La influencia que quien ejerce la parrhesía puede llegar a tener en lo político y lo social, es contundente. Las estructuras que administran el poder institucionalizado rechazan la verdad contumaz de la parrhesía. Foucault procura generar pequeños espacios de resistencia a la maquinaria del poder institucionalizado, tomando como punto de partida la constitución de una subjetividad libre y valiente. Lo que quiere decir que, para transformar la sociedad primero debe transformarse el individuo a sí mismo. Y es allí donde la parrhesía entra a funcionar, según Foucault.

No se trata pues de no decir las cosas, sino más bien de ser sensato a la hora de hacerlo, al tener presente qué efectos puede producir esta acción tanto en quien dice la verdad como en quien la escucha. Esta parrhesía o decir-verdad como la define Edgar Garavito (1986), no debe confundirse tampoco con un acto de enseñanza, es decir “no, es decir-verdad a alguien que desconoce la verdad, ni su dirección busca informar a un alumno ignorante de la verdad” (p. 43), ya que, dentro de esta práctica, tanto quien dice la verdad como quien la escucha, es consciente de esta y sus efectos. Tampoco se debe considerar esta modalidad como una manera de persuadir al otro a través de la retórica o por medio de alguna intencionalidad. La parrhesía es, ante todo, para Garavito (1986), “un borde en que decir la verdad implica ante todo un riesgo, una muerte, el peligro de perder la vida” (p. 43).

Frente a un mundo cegado por el consumismo, la burocracia y los medios de comunicación, la parrhesía se erige como compromiso sincero con la verdad y como una oportunidad de transformación propia en aras de aportar a la construcción de un mundo mejor. Ahora bien, en la actualidad existe una relación directa entre el decir la verdad y la subjetividad, en otras palabras, se dice lo que conviene y como conviene, teniendo en la cuenta tanto a quien lo dice como al que escucha, lo que inevitablemente afecta el ejercicio correcto de la parrhesía. En muchas ocasiones se hace imposible ejecutar dicho ejercicio de la manera que filósofos como Diógenes lo practicaban en la Grecia Antigua, por el contrario, debemos entender que, aunque la información provenga de parte del parrhesiastés del contexto o del receptor, no se está completamente preparado para aprehender dicha verdad y de hacerlo las consecuencias en vez de apuntalar al cuidado de sí van en detrimento de esta, incluso al punto de la deconstrucción de la identidad propia del sujeto.

Conclusiones

El regreso no paradójico a la parrhesía en tanto epimeleia heautou o cuidado de sí

¿Qué se puede concluir de este itinerario conceptual que se convirtió en un regreso histórico aparentemente cuestionable debido al tiempo transcurrido? Es decir, ¿cómo legitimar este viaje de más de dos mil cuatrocientos años sin tener que convertirlo en una cronología?

Esta es una pregunta doble que reta al método aplicado, pues se empezó la exploración de la mano de un autor contemporáneo pero el tema fue, desde el primer momento, griego, o mejor, ateniense. Luego atravesó al cristianismo en diálogo paradójico con las objeciones polémicas pero ineludibles de Nietzsche. Y cerró con una vuelta al tema griego haciendo explícito el elemento diferenciador fundamental: la inquietud por el cuidado de sí. No obstante, queda abierta la duda de si se trata de un regreso histórico sin relevancia conceptual. El regreso es histórico, sí. Pero su relevancia conceptual es indudable porque se realizó una arqueología, una genealogía una desconstrucción reconstructora, una redescripción perspectivista, que enriquecen el problema actual.

Primero, se señaló que la parrhesía del buen ciudadano es la del que se atreve a decir lo necesario cuando hay que decirlo, y sin que importe el riesgo o las consecuencias que tenga para su propia persona: antepone el bien de la comunidad al suyo propio, no a la manera del mártir ni la del profeta, sino en la del miembro de la comunidad que dice abiertamente lo que los otros no logran reconocer, o sí reconocen, pero prefieren callar por corrección política, conveniencia o cobardía.

Luego, esa técnica de veridicción se eclipsó. La verdad se convirtió en un problema epistemológico al que respondía el dogma cristiano: la verdad no es otra cosa que la correspondencia de la idea impresa en el alma con la realidad del mundo creado por Dios. No la realidad de los sentidos, porque sus formas cambiantes y aleatorias llevan al error, sino la realidad que la razón, al ser divina, estaba en capacidad de contemplar por vía de trascendencia. La posibilidad de plantear objeciones se eclipsó porque equivalía a dudar y dudar es pecaminoso cuando es Dios el que ha resuelto el problema. Todo lo que quedaba por hacer era darle toda la limpidez posible al alma y al medio de contemplación de la verdad. Las apariencias mudables del mundo se debían a la imperfección de los sentidos y la certeza se alcanzaba a través del ejercicio intelectual. Trascender era necesario para encontrarse con la verdad, y era algo que solo se lograba a través de un ejercicio de desprendimiento, de ascesis.

A ese respecto, Nietzsche solo se encargará de darle voz a las tensiones e impulsos generados desde el siglo XVI y que advertían la confusión y contradicción de los planeamientos del problema del conocimiento cuando se le reducía a la simple contemplación de la creación divina en tanto que divina, es decir, desprovista de todas las inquietudes provocadas por lo mudable, lo perecedero y lo finito. La objeción se gesta en el problema del conocimiento, pero tardó muy poco para influenciar la ética, que es lo que le interesa a Nietzsche, y la política, que es lo que permite el regreso a la figura paradójica y necesaria del parrhesiasta.

El tercer momento, es, por tanto, la parrhesía rediviva, este regreso al planteamiento griego, en el que atreverse a decir la verdad no es otra cosa que poseer el coraje de tener la inquietud por sí mismo. La alternativa por el individualismo recalcitrante en el que cayeron las prácticas postilustradas es esta epimeleia heautou, la cual es, al mismo tiempo, una pregunta por la verdad de sí que no se responde desde lo epistemológico, sino desde lo ético-estético. Es un esfuerzo por acuñar una verdad que sea significativa para la persona que se sabe y se admite como perteneciente a una comunidad ampliada con la que comparte los mismos temores y las mismas aspiraciones. Este es el único modo en el que se puede hablar de inquietud y cuidado de sí: pasando, necesariamente, por la veridicción parrhesiasta.

Ahora bien, la pregunta que se puede plantear aquí es toda una provocación, en la medida en que cuestiona todo el planteamiento, el método reconstructivo genealógico que se empleó y la conclusión misma que se propone. Porque, en efecto, ¿qué tan razonable es encontrar que la mejor alternativa respecto al ser capaz de verdad no es otra que el regreso a la parrhesía en tanto inquietud y cuidado de sí? El método parece haber generado un planteamiento conceptual que, empero, corre el riesgo de caer en la irrisión, en la inoperancia o en la mera repetición con el contexto desplazado, por lo que se calificaría como irrelevante esta propuesta por volver a atreverse a decir la verdad como un compromiso de carácter ético.

Con todo, la sencillez de la respuesta es tan clara como contundente: es razonable y necesario porque el problema de la democracia ateniense es el mismo que el de las actuales democracias estatales. Es la misma crisis, son las mismas manipulaciones, se trata de las mismas bancarrotas en lo ético y en lo político. El parrhesiasta necesita además del despliegue estético que se asocia con la epimeleia heautou, pero eso no es lo que interesa en este cierre. Es necesario volver a ser capaces de atreverse a decir la verdad en la medida en que se vuelvan a señalar los problemas puntuales, concretos, específicos en los que la democracia empieza a perderse a sí misma. Debido a que es sabido el modo como la deriva hacia las tiranías y los totalitarismos la socavan desde adentro. Por eso es un regreso no paradójico, y hasta se le podría llamar un regreso recurrente. La actualidad del tema griego solo advierte que lo ético-político del siglo XXI comparte con la Atenas del siglo V a. C. el mismo problema, y que tiene a la mano la misma solución. La interrogación inquietante que queda planteada es si terminará cayendo en las mismas prácticas cínicas que la malograron. El cinismo y la pos verdad parecen obligarnos a contestar afirmativamente.

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Notas

1 Se entenderá este término desde lo que la acción de hablar francamente significa.
2 Más adelante Michel Foucault planteará que el ejercicio de decir la verdad sin limitaciones requería entre otras cosas una actitud en relación con el entorno, además de un cuidado que se basa en la mirada que tienen los otros sobre uno, es decir uno se debe preocupar por uno mismo siendo vigilante de lo que se piensa y haciéndose cargo de sus propias acciones (1987, p. 35).

Notas de autor

[1] Doctor en Filosofía. Doctor en Teología. Investigador grupo Epimeleia.
[2] Doctor en Filosofía. Investigador grupo Educación, Sociedad y Paz.

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