MISCELÁNEOS

El aprendizaje fuera de lugar como una crítica pragmatista de las ciencias cognitivas

Out-of-place learning as a pragmatist critique of the cognitive sciences

Juan Manuel Saharrea [1]
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

El aprendizaje fuera de lugar como una crítica pragmatista de las ciencias cognitivas

Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 32, pp. 245-273, 2022

Universidad Politécnica Salesiana

2022.Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 03 Abril 2021

Revisado: 15 Junio 2021

Aprobación: 26 Octubre 2021

Publicación: 15 Enero 2022

Resumen: El vínculo entre ciencias cognitivas y filosofía es fructífero y diverso. Sin embargo, son pocas las tentativas filosóficas que examinan el concepto de aprendizaje en su relación con aplicaciones para el campo educativo. El pragmatismo filosófico ofrece un marco teórico sustentable para efectuar esta tarea. Este estudio se plantea como una aproximación al concepto de aprendizaje desde el pragmatismo contemporáneo de Robert Brandom (1994, 2001). Concretamente, analiza este concepto como una instancia de la idea de ‘prácticas sociales’, a partir de la concepción sobre normatividad que Brandom propone, evaluando las ventajas epistemológicas de esta postura. Al mismo tiempo, advierte las implicancias de reducir el aprendizaje a regularidades causales o naturales, tal como se desprende del abordaje cognitivista en educación. A tal fin, el artículo sitúa las filiaciones de tradición y conceptuales de la idea de ‘prácticas sociales’ en la filosofía reciente, y a partir de dicha reconstrucción muestra que es posible un abordaje del aprendizaje más allá del cognitivismo (sin cuestionar sus contribuciones posibles). Asimismo, señala los vínculos entre aprendizaje y norma, así como también entre aprendizaje y lenguaje. Como resultado, este análisis permite situar el aprendizaje formal en el marco de las prácticas sociales, explicar su naturaleza normativa y definir el tipo de condicionamiento que el lenguaje adquiere en él.

Palabras clave: Aprendizaje, cognitivismo, Brandom, prácticas, sociales, educación.

Abstract: The relationship between cognitive sciences and philosophy is fruitful and diverse. Nevertheless, there are few philosophical attempts to analyze the learning concept regarding its link to applications in the education field. The philosophical pragmatism provides a sustainable theoretical framework to complete this task. The aim of this study is to offer an approximation to the learning concept from the perspective of Robert Brandom’s contemporary pragmatism. Specifically, it analyzes the ‘learning’ concept as an instance of the ‘social practices’ idea based on Brandom’s proposed normativity conception. The article defends the epistemological advantages of considering learning according to this conception. At the same time, it warns about the consequences of limiting learning to causal and natural regularities, as it is the case of the cognitive approach to learning. To this end, this work determines the traditional and conceptual affiliations of the social practices idea in recent philosophy. Based on such reconstruction, it shows that a learning approach beyond cognitivism is possible (without questioning its possible contributions). Additionally, it states the relationships between learning and normativity, as well as between learning and language. As a result, the analysis allows placing formal learning within the scope of social practices, explaining its normative nature and defining how language is conditioned by it.

Keywords: Learning, cognitivism, Brandom, practices, social, education.

Forma sugerida de citar:

Saharrea, Juan Manuel (2022). El aprendizaje fuera de lugar como una crítica pragmatista de las ciencias cognitivas. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 32, pp. 245-273.

Introducción

El vínculo entre ciencias cognitivas y filosofía es fructífero y diverso. Fuentes, Umaña, Risso, & Facal (2021) recientemente han demostrado la incidencia de este vínculo para la configuración del campo de la psicología educativa a lo largo del siglo XX, en particular en el contexto regional (y específicamente ecuatoriano). Sin embargo, son pocas las tentativas filosóficas que examinan en concreto el concepto de aprendizaje en su relación con el campo educativo. Esto resulta extraño y problemático. Extraño, porque el fenómeno del aprendizaje es ampliamente estudiado en el complejo y variado campo de las ciencias cognitivas. Por otro lado, según argumenta José Luis Bermúdez (2014), pe se a que la filosofía de la educación es una disciplina independiente, son pocos los cruces entre esta y la filosofía de la mente, donde sin dudas el aprendizaje tiene su importancia. En cuanto a su carácter problemático, desde el punto de vista conceptual, sin una delimitación clara del aprendizaje se corre el riesgo de no proporcionar a los enfoques experimentales criterios de aplicación estrictos. Experimentalmente, la ponderación de resultados podría adolecer de vaguedad en tanto no se especifiquen sentidos ni se delimiten contextos. En particular, como señalan Terigi (2016) y Baquero (2017), esto resulta probable pensando en el campo educativo y en concreto atendiendo al aprendizaje formal.

Este trabajo se propone comenzar a delimitar esta carencia o vacío en el camino de una filosofía del aprendizaje. Para ello, se examina el concepto de ‘aprendizaje’ como una instancia de la idea de ‘prácticas sociales’ dentro de un abordaje en particular, a saber: el pragmatismo, en la versión de Robert Brandom (1994, 2001), cuyo desarrollo ha dado en llamarse ‘inferencialismo semántico’ debido a la tesis de que el contenido semántico tiene carácter inferencial. A partir de la concepción de normatividad del citado autor, el trabajo defiende la naturaleza normativa de las prácticas sociales y advierte las implicancias de reducir las prácticas a regularidades causales o naturales. Se expone, finalmente, la viabilidad de analizar el aprendizaje formal a partir de este marco teórico.

Se espera que la propuesta tenga un impacto en el debate, al interior de la filosofía de la educación anglosajona, respecto de la importancia de la teoría en la configuración del campo de investigación experimental en educación. A este respecto, Siegel (2018) ha señalado la relevancia de abordar este punto. Más ampliamente, se espera que incida en la actual discusión en la región respecto de la fundamentación de las políticas educativas sobre el rendimiento escolar. Si bien el concepto de ‘aprendizaje’ es complejo y carece de un abordaje único, está claro que los procesos de enseñanza-aprendizaje desde mediados o fines del siglo pasado han sido objeto de desconfianza y evaluación en toda Latinoamérica. De acuerdo con Tenti Fanfani y Grimson (2015), este fenómeno de ‘sospecha en torno de la escuela’, muy vigente en la actualidad, ha sido clave en cierta demanda concreta por parte de los educadores, quienes exigen repensar las estructuras y los procesos tradicionales a fin de crear nuevas formas de enseñanza y, sobre todo, nuevos ‘fundamentos’ para el aprendizaje. En este sentido, por ejemplo, los datos provenientes de la neuroeducación relacionados a cómo aprende el cerebro, comienzan a tener una vigencia destacable para los educadores. Asimismo, el vínculo entre neurociencia cognitiva y educación va teniendo un lugar creciente en la agenda pública de nuestros días.

Tomando en cuenta esto, mediante la delimitación del aprendizaje a partir de la teoría de Brandom, se pretende señalar la importancia de que se comprenda este fenómeno en otro marco comprensivo, en línea con lo que Bakhurst (2011) llama un proceso de ‘Formación de la razón’. Esto involucra fundamentalmente cuestionar y limitar —no censurar— cualquier abordaje científico-naturalista de las prácticas educativas. Como resultado de dicha interpretación es posible establecer disidencias en diverso grado con el marco conceptual del proyecto neuroeducativo. No obstante, este fin polémico no forma parte prioritaria del desarrollo. A los fines de orientar a quienes pretendan ahondar en esta línea de producción, el proyecto neuroeducativo es una versión extrema de lo que se denominará ‘enfoque naturalista de las prácticas sociales’. Por el contrario, sí forma parte del objetivo de este trabajo exponer ciertas críticas a cualquier abordaje que entienda que las ciencias cognitivas ‘bastan’ para delimitar el aprendizaje como fenómeno educativo. El impacto de esta conclusión en el debate sobre políticas educativas es relevante en contraste con el escaso lugar actualmente asignado a la filosofía de la educación y las ciencias de la educación.

La estructura del este trabajo es la siguiente: en el primer apartado, se realiza una caracterización del pragmatismo para comprender los antecedentes de la idea de prácticas sociales y su vínculo con la noción de aprendizaje. En este recorrido se exponen los compromisos centrales de la metodología adoptada. En las secciones segunda y tercera, se describe el abordaje naturalista de las prácticas sociales. Para ello se utiliza un ejemplo: el del antropólogo que arriba a una comunidad extraña. Se intenta así poner de relieve que las prácticas sociales ofrecen un tipo de normatividad específico. En las secciones cuarta y quinta, se presentan las razones por las que ciertas variantes en torno de la normatividad deberían descartarse. Asimismo, se reconstruye la argumentación de Brandom en torno de la normatividad y se explican las razones de su rechazo tanto del denominado ‘regulismo’ como del ‘regularismo’ de las prácticas sociales. Como corolario, en la última sección se expone la concepción de normatividad implícita en las prácticas y bajo su luz se analiza el aprendizaje. De esta manera, se plantea que el enfoque pragmatista de Brandom permite comprender dos aspectos centrales del fenómeno del aprendizaje: por un lado, su carácter normativo y, por otra parte, el lugar concreto que juega el lenguaje en un proceso de enseñanza-aprendizaje direccionado a intervenir en las prácticas sociales. No obstante, se puede señalar cierta limitación del enfoque brandomiano (a saber: no aborda el vínculo entre cognición y emociones) toda vez que se remarca en qué punto el abordaje cognitivista todavía tiene un impacto difícilmente cuestionable (a saber: ofrece un desarrollo cognitivo desde fases tempranas de comprensión, lo cual es necesario para dar cuenta del aprendizaje formal).

La idea de prácticas sociales y el movimiento pragmatista

La idea de prácticas sociales ha comenzado a jugar un papel preponderante las últimas décadas en la denominada Philosophy of the social sciences o Social Ontology, un espacio de especialización perteneciente a la filosofía contemporánea donde confluyen filosofía de la mente, del lenguaje, metafilosofía, epistemología y otras disciplinas. Como bien lo resume Epstein (2018), esta se propone delimitar la naturaleza de los fenómenos sociales. Dentro de las diversas concepciones situadas en dicho campo, se ha consolidado un programa de investigación que tiene por objetivo ofrecer una aproximación social de la mente. Conforme a esta aproximación, a la cual adhieren Haugeland (1990), Satne (2016), Rouse (2007) y Kiverstein (2016), las prácticas sociales otorgan contenido a los estados mentales, tales como la creencia, el deseo, la intención y la acción humana. Siguiendo esta tesis, Satne (2016) también denomina a esta posición un “comunitarismo de la intencionalidad” (p. 528).

Es innegable el impacto que este enfoque tiene dentro de las discusiones conceptuales y empíricas en ciencias sociales. Sin embargo, en la especificación de estos debates, a menudo se pierden de vista dos aspectos importantes: hay un movimiento que coloca la concepción de ‘práctica social’ en el núcleo de sus intereses; y dado el lugar de dicha tradición en la filosofía contemporánea, toda referencia a las prácticas merece —como mínimo— tomarla en cuenta a modo de antecedente. El movimiento en cuestión es el pragmatismo norteamericano.

En efecto, los pragmatistas1ya desde sus comienzos, entre finales del siglo XIX y principios del XX, apelan a la concepción de las prácticas para establecer un contraste con las meras teorizaciones que desconocen su efectiva aplicación en la vida corriente2. Bajo esta óptica, la apelación a las prácticas se constituye como consigna, tanto en lo que concierne a señalar el objeto de estudio como en lo que respecta a delimitar el área de intervención para la reflexión filosófica.

El pragmatismo es un ‘movimiento’ filosófico que surgió primeramente en reuniones informales de las que participaban William James (1842-1910), Charles Sanders Peirce (1839-1914) y el jurista Oliver Wendell Holmes (1809-1894), entre otros. Más tarde, estos encuentros impactaron en el modo de enseñar filosofía en prestigiosas universidades como Chicago o Harvard. James (1907), uno de los principales pragmatistas clásicos en las conferencias Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking (1907) —texto que puede considerarse como una declaración de principios pragmatistas—, comenta que entre las principales motivaciones del movimiento estaba la necesidad de sacar la filosofía fuera de la universidad3. Justamente se refiere al ámbito de las prácticas, el terreno del plain man, donde lo que prima son acciones concretas en un marco de experiencia cotidiana (en la historia de la idea hay una pista al respecto: tá prágmata en griego significa ‘las cosas’ en el sentido ordinario del término, a saber, las cosas del mundo ordinario o corriente). En ese sentido, el pragmatismo se propone abordar los problemas cotidianos en contraste con la actitud de cierto modo de hacer filosofía, fuertemente arraigado en la tradición, que toca temas en un grado de generalidad que difícilmente permitan pensar en algún tipo de impacto social.

Si bien ciertas filosofías no se proponen resolver problemas tal y como si se tratara de brindar soluciones a conflictos públicos, Faerna (1996) cuenta que el pragmatismo supo condenar un gesto de excesiva especulación propio de ciertas tendencias filosóficas del momento, sobre todo de cuño hegeliano. No obstante, la crítica pragmatista hacia filosofías que no se propongan intervenir en asuntos públicos cobró resignificación en la obra de Rorty (1979), quien a menudo simplificó algunas posturas tradicionales en filosofía (no sin antes reconocerlo) para señalar su falta de compromiso con los asuntos públicos y, en muchos casos, su carácter problemático, pensando en sus implicancias para el presente. Aun reconociendo que difícilmente esta crítica pragmatista haga justicia a la riqueza de la tradición filosófica, lo cierto es que el pragmatismo encontró una característica distintiva en la necesidad de abordar directamente temas como la educación, los medios de comunicación, los partidos políticos, los fallos jurídicos, que en otras tradiciones se trataban con un perfil menos ‘intervencionista’.

Este contraste entre una filosofía más intervencionista y otra menos, no debería asociarse a una normatividad moral, según la cual ser intervencionista o pragmatista está bien y no serlo está mal. Precisamente, el pragmatismo ha insistido en la necesidad de tolerar diversos puntos de vista en cualquier instancia de investigación. Sí posiblemente un gesto más discutible del pragmatismo sea mostrar las implicancias que ciertas filosofías tradicionales (como el ‘platonismo’ o el ‘cartesianismo’) tendrían para la actualidad. Implicancias a menudo negativas. Excede al interés de este artículo desarrollar tal cuestión, aunque resulta prudente conservar esta tensión: las tradiciones que el pragmatismo critica, raramente apuntan a un autor en particular, y reconocidos pragmatistas como Dewey (1921) o Rorty (1979) advierten que, al recuperar a un autor, dejan de lado aspectos contextuales con el fin de ‘hacer dialogar’ a ciertas ideas con problemáticas actuales. Esta decisión metafilosófica respecto de no reconocer la importancia del contexto de un autor es cuestionable, pero también lo es considerar que el contexto de un autor define sus ideas y que estas no son trasladables a conflictos de otro tiempo. En todo caso, el pragmatismo justifica la elección por la primera vía.

Una vez hechas estas aclaraciones, es importante notar que, para el pragmatismo, una prioridad indiscutible a la hora de reflexionar es que la teoría se relacione con las prácticas sociales. Lo cual no es una mera preferencia dogmática, sino que se fundamenta en una crítica a un modelo de conocimiento referenciado de manera estratégica en el ‘cartesianismo’4. Tal como sostiene el notable pragmatista contemporáneo Richard Bernstein (2013):

El pragmatismo comienza con una crítica radical a lo que Peirce llamó “el espíritu del cartesianismo”. Por tal Peirce entendió un sistema de pensamiento que llegó a dominar mucha de la filosofía moderna —donde son trazadas marcadas dicotomías entre lo que es mental y físico, así como entre lo subjetivo y lo objetivo; donde el conocimiento «genuino» presumiblemente descansa sobre fundamentos indubitables; y donde podemos poner entre paréntesis todos los prejuicios mediante la duda metódica (p. 23).

Como han señalado, entre otros, Faerna (1996) y Malachowski (2013), esta reacción crítica propia del pragmatismo clásico pervive en sus diversas ramificaciones contemporáneas. Bernstein (2013), por ejemplo, argumenta que tales supuestos cartesianos predisponen ciertos problemas filosóficos interrelacionados: el problema del mundo externo, el problema de nuestro conocimiento de otras mentes y el problema de cómo representar correctamente la realidad. Los pragmatistas, en general, muestran que tales dificultades, por más naturalmente que se presenten, están montadas en las dicotomías expuestas en el ‘espíritu del cartesianismo’. Al proponer este diagnóstico en torno del cartesianismo, más allá de las salvedades hechas, indudablemente hay una lectura que pasa por alto aspectos revolucionarios en el pensamiento de Descartes. Entre ellos cabe destacar, como bien ha demostrado Harfield (2007), el impacto que ha tenido Descartes para la ciencia de su época, concretamente para la matemática y para la teoría de la visión, sin dejar de reconocer, por cierto, sus aportes a una psicología mecanicista todavía en vigencia. En otra tónica diferente, Richard Popkin (1979) ha señalado la influencia de Descartes en los debates epistemológicos de su tiempo relacionados con el escepticismo, el cual había recobrado una enorme influencia por entonces a través de debates teológicos que derivaron en el problema de la naturaleza de la verdad5.

Dejando de lado este importante recaudo, la actual relevancia de la noción de prácticas sociales dentro del pragmatismo no hubiera sido posible sin la recuperación que Richard Rorty hizo de la tradición pragmatista clásica, y ello en clave de reacción a estos supuestos cartesianos. A partir de su obra, también se comprende la relevancia de la teoría de Brandom en el panorama filosófico actual y sus derivaciones efectivas y posibles para el estudio de la educación y el aprendizaje.

Se propone dicha contextualización, en este punto, ya que la recuperación de la idea de prácticas sociales se configura más ampliamente en décadas recientes, desde una versión neo-pragmatista proveniente de lo que Maher (2013) sistematizó como la ‘Escuela de Pittsburgh’. Esta escuela surge, entre otros factores, a partir de la influencia de Wilfrid Sellars (docente e investigador en Pittsburgh) y del propio Rorty, en la segunda mitad del siglo pasado. Asimismo, sus principales representantes contemporáneos son el propio Brandom y John McDowell, ambos profesores en la misma universidad.

Rorty es uno de los principales exponentes contemporáneos del pragmatismo, y quizás el más influyente y prolífico. Adquiere reputación internacional en los medios especializados a partir de su célebre ensayo Philosophy and the Mirror of the Nature (1979). A lo largo de su obra recupera y muestra la originalidad de diversos aspectos del pragmatismo clásico, referenciado en sus tres figuras pioneras y principales: Peirce, James y Dewey (1859-1952). Tanto en su obra magna como en artículos posteriores, Rorty (1979, 1997) reaviva diversos elementos de estos pensadores para proponer una crítica radical del conocimiento y de la cultura, confiando —en línea con el pragmatismo clásico— en que la filosofía tiene una tarea en la agenda pública.

Un rasgo fundamental del rescate pragmatista de Rorty es, justamente, su crítica del espíritu cartesiano. Rorty (1979) puso de relieve los alcances de esta concepción epistemológica para la cultura de Occidente y destacó sus características en dos puntos: 1) la insistencia en que conocer es evitar el error, y 2) la obsesión por lograr una representación del mundo a partir del solipsismo epistémico. En contraposición a este modelo y siguiendo las críticas de los pragmatistas clásicos6, Rorty reivindica una manera de investigar que parte de una comunidad de hablantes que discute y revisa ciertos problemas que presenta la convivencia dentro de un entorno determinado. En dicha comunidad de hablantes, las dudas escépticas radicalizadas que obsesionaban a Descartes no aparecen como graves problemas. Tampoco figuran las disquisiciones en torno de cómo vincular la mente privada con el mundo externo. Los términos pragmatistas de la discusión quiebran tales dificultades de manera radical.

Por otra parte, al hablar de ‘revisar’ el conocimiento, los pragmatistas clásicos ponen un peso específico. Para ahondar sobre este aspecto cabe señalar las dos características distintivas que, de acuerdo con Putnam (1999), distinguen al pragmatismo: (1) su desconfianza ante el escepticismo y (2) una concepción falibilista de la verdad. Desconfianza ante el escepticismo porque, según los pragmatistas, la duda debe tener tanta justificación como la creencia. Respecto al falibilismo, el pragmatismo sostiene que hasta las creencias más arraigadas pueden someterse a revisión, si se presenta el contexto adecuado; si la experiencia exige un cambio de creencias, entonces deberían revisarse.

Lo que Kuhn (2006) llama “anomalías” (p. 92) en las teorías científicas son un ejemplo de esto. Tales anomalías obligan a modificar ciertas creencias dando lugar a nuevas teorías. En línea con esta idea, Rorty (1997) argumenta que, en el plano de la moral, un principio podría resultar inconveniente frente a un caso particular; en algunas situaciones es mejor pasar por alto el principio, por ejemplo, de que está mal mentir para evitar la duda y la inacción. Por ambas peculiaridades, el pragmatismo se consolidó como la contribución estadounidense a la filosofía contemporánea.

El pragmatismo, en tal sentido, reivindica la idea de propósito y de interés como elementos que articulan la creencia y la acción humana. Por este motivo, usualmente critica todo discurso en torno a la idea de representación última del mundo. Los pragmatistas, en lugar de esto, plantean que una teoría debería limitarse a dar soluciones a ciertos problemas. Para justificar esta concepción reivindican los procedimientos científicos como una forma ejemplar de pensamiento. Históricamente, el pragmatismo surge en el momento en que el evolucionismo de Darwin se coloca como un paradigma de método científico. Como recientemente lo ha demostrado Cowles (2020), en la obra de Dewey se registra el impacto notable de esta concepción.

Anticartesianismo y falibilismo son dos elementos permanentes en el movimiento pragmatista. Con el advenimiento del positivismo lógico, el pragmatismo dejó de tener —al menos explícitamente— el impacto que tenía hasta entonces en el campo académico, para dormir un largo sueño hasta la irrupción de Rorty, principalmente, en la escena filosófica contemporánea. Rorty consideró que el pragmatismo bastaba para declarar la superación de la epistemología como reflexión normativa independiente de las ciencias naturales. Si bien este proyecto no se ha cumplido estrictamente, como muestran los trabajos de Scotto (2017), la epistemología se dirige, en muchas de sus tendencias centrales, en dicha dirección naturalizada.

Las líneas abiertas por Rorty, por otra parte, fueron profundizadas por otros neopragmatistas. Uno de sus más destacados discípulos es Brandom, quien lleva adelante el desarrollo del pragmatismo dentro de la filosofía del lenguaje. Brandom (1994, 2001) aborda dos puntos fundamentales: en primer lugar, toma las prácticas como criterio para una reflexión sustentable y, en segundo término, rechaza la prioridad del concepto de representación para elaborar una teoría de los conceptos y del significado. Para Brandom dicha noción supone ciertos compromisos que llevan a aceptar que hay un mundo en sí, independientemente de las prácticas sociales.

Brandom (1994) elabora su propia concepción del significado a partir de los usos que los hablantes hacen de sus conceptos en las prácticas. Por este compromiso puede ser considerado un pragmatista, en la medida en que antepone la pragmática a la semántica en el orden de la explicación en torno del significado. Por otra parte, al igual que Rorty, es muy hábil en hallar elementos en autores muy diversos entre sí, en respaldo de su teoría. Justamente uno de sus hallazgos más distintivos es el modo en que Wittgenstein —pensador que, como ha señalado Putnam (1999), no se reconoce como pragmatista pero que ha sido ubicado o relacionado como tal— apela a la noción de prácticas en Philosophical Investigations (1953).

Según el inferencialismo semántico de Brandom (1994, 2001), la idea de que las prácticas brindan fundamento a la noción de norma es un elemento central en la filosofía de Wittgenstein. Dicho de otra forma: el modo apropiado de fundamentar la normatividad se encuentra en Wittgenstein (1953). Puntualmente, la reflexión de este último en torno a ‘seguir una regla’ ofrece un marco hermenéutico adecuado para entender cómo es que los hablantes logran captar los usos de un lenguaje y actuar correcta e incorrectamente en función de ellos. A esto Brandom (2001) lo denomina “pragmática normativa”, y señala los alcances de la idea wittgensteniana según la cual seguir una regla es una “práctica” que como tal no puede seguirse “privadamente” (sino, por implicación, comunitariamente). Hay parágrafos de Wittgenstein (1953) que apoyan claramente esta interpretación7. Es importante mencionar que el propio Brandom (2011) cree que este aporte de Wittgenstein no es un rasgo independiente que él suma a su adhesión al pragmatismo. Por el contrario, la concepción de las prácticas de Wittgenstein lo ubicaría dentro de los compromisos fundamentales del movimiento.

A partir de la obra de Brandom, la noción de ‘prácticas sociales’ comienza a experimentar un amplio desarrollo al punto de trascender el ámbito de la filosofía del lenguaje. Son muchas sus ampliaciones y entre ellas cabe destacar, primero, y tal como lo hace Kiverstein (2016), la teoría social de raigambre filosófica en el espectro diverso de la Social Ontology o Philosophy of Social Sciences. Por otra parte, Schauffhauser (2014) ha mostrado cómo la idea de prácticas ha llevado a hablar de un ‘giro pragmatista’ en sociología, que puede revitalizar diversos aspectos metodológicos del estudio de los fenómenos sociales8. Por último, se registra su aplicación en el ámbito de la epistemología de la educación y en especial del aprendizaje. En este caso, el aporte de Brandom es explícitamente reconocido.

Confluyen al menos dos razones que habilitan a los diferentes pensadores a trasladar ciertas tesis de Brandom acerca de la naturaleza del lenguaje a las prácticas educativas: i) en primer lugar, su reivindicación del uso de razones como herramienta necesaria para la adquisición y el dominio ‘gradual’ de conceptos. ii) Su defensa respecto de que el razonamiento es una práctica de carácter social donde el seguimiento de normas juega un papel fundamental. Estas dos características de su teoría hacen posible relacionarlo a una delimitación conceptual de la noción de aprendizaje formal.

Así se ha apelado a su enfoque pragmatista para diversos fines pedagógicos. Entre las contribuciones más destacadas sin lugar a dudas se encuentra el proyecto de Jan Derry (2017), de fundamentar la didáctica de la matemática a partir del inferencialismo semántico, y el cuestionamiento de la relación entre respuesta y posesión de conceptos de los test de múltiple opción en la escuela primaria por parte de Marabini y Moretti (2017). Asimismo, a un nivel estrictamente conceptual, la propia Derry (2008, 2013) ha apelado a la concepción de Brandom (1994, 2001) para examinar y valorar las prácticas epistémicas que ocurren en el aula. En tal sentido, se destaca su defensa de una idea de racionalidad para dar cuenta del aprendizaje frente a una fuerte tendencia a reducir el contexto de enseñanza-aprendizaje a una respuesta práctica alejada de toda instancia de objetividad en el conocimiento.

Respecto de esto último, el objetivo de este artículo es contribuir a la viabilidad de dicha aplicación en un sentido netamente conceptual. Se asume que el marco brandomiano de prácticas sociales permite situar el aprendizaje en un lugar inédito para la reflexión contemporánea, habituado (por el impacto de las ciencias cognitivas) a asociar el aprendizaje con una facultad analizable en términos de funciones psicológicas. De allí que este trabajo se propone colocar al aprendizaje ‘fuera de lugar’ (en un sentido de conceptualización teórica) al relacionarlo a un fenómeno concebible a partir de las prácticas sociales. En lo que sigue ahondará más en esta imagen espacial que empleamos para explicar la relevancia de la presente reflexión.

El programa naturalista y las ciencias cognitivas

El programa de investigación de las ciencias cognitivas propone un abordaje de la mente naturalista o materialista. De acuerdo con el materialismo9, la mente es o tiene relación causal con fenómenos físicos y puntualmente con el cerebro. Como enfoque general se puede mensurar su impacto con el modo en que Searle (2004) define la porción de historia más importante de la filosofía de la mente en el siglo XX, a saber: “una saga del materialismo” (p. 49), siendo indudablemente su punto más alto el funcionalismo computacional ligado a las ciencias cognitivas.

Las ciencias cognitivas, a su vez, son impensables sin la metáfora computacional que se sustancia a partir de la analogía entre la mente y un ordenador. Según esta concepción, el cerebro es un hardware y la mente un software. Un engranaje clave para que esta analogía se comprenda es el funcionalismo. El funcionalismo, en filosofía de la mente, parte de la idea de que el concepto de función captura mejor la naturaleza cognitiva de la mente. Las ciencias de la computación ofrecen un modelo apropiado para caracterizar las funciones. Por tal motivo es posible hablar de un ‘funcionalismo computacional’. Un tercer elemento que se suma a este esquema general es que la mente, como tal, puede ser concebida como una máquina de procesamiento de información o cómputos. El prestigioso filósofo de las ciencias cognitivas Bermúdez (2014) sostiene que el compromiso general que reúne a las ciencias cognitivas es este precisamente. En este marco materialista de abordaje de la mente, el concepto de aprendizaje ocupa un lugar especial.

Bermúdez (2014) afirma que los estudios experimentales sobre el aprendizaje han sido un área de desarrollo prioritario dentro de las ciencias cognitivas. Durante las últimas décadas, diversas ampliaciones tecnológicas y experimentales de la neurociencia cognitiva la han situado como algo más, a saber: un área promisoria. Es decir, se proyectan resultados de impacto notable en los próximos años, de la mano de esta subdisciplina dentro del programa cognitivista.

A modo estrictamente ratificatorio de esta tendencia, la Academia Sueca decidió otorgar en el año 2000 un Nobel al neurocientífico Eric Kandel, quien ha aportado principalmente al campo del aprendizaje y de la memoria. A partir de esto y debido a otros factores contextuales, diversos neurocientíficos y educadores han intentado recuperar una vieja propuesta teórica de consolidar una ‘neuro-educación’. El objetivo de esta propuesta, tal y como la planteara Bruer (1997), está orientado a fundamentar insumos teóricos que puedan garantizar un mejoramiento en las prácticas educacionales, al darles un genuino fundamento científico creando un ‘puente’ entre neurociencias y educación.

Este trabajo pretende separarse de esta tendencia que, partiendo del materialismo en filosofía de la mente, articula la idea de aprendizaje como un fenómeno conceptualmente psicológico —en el sentido de funciones psicológicas— e instanciado en el cerebro, es decir un fenómeno, en última medida, de carácter neurocientífico. Este modo de conceptualizar el aprendizaje tiene consecuencias por fuera del ámbito estricto de la filosofía de la mente. Se ha señalado su impacto en los modos de construir subjetividad. Se ha afirmado, por ejemplo, que alimenta lo que Rodríguez et al. (2019) llaman una “subjetividad neoliberal”, caracterizada por un fuerte individualismo que asocia el rendimiento escolar a una eficacia irrestricta, donde el riesgo y el fallo no tienen lugar o son condenados dentro del proceso educativo. En una línea de argumentación similar, pero desde un enfoque que cruza filosofía y psicoanálisis, Cepeda (2021) ha defendido que, sin una matriz interdisciplinaria diferente de la actual, las ciencias cognitivas corren el riesgo de promover “una visión reduccionista de la subjetividad” (p. 142), al desatender aspectos como la historia y la constitución subjetiva de los educandos. Si bien la crítica propuesta desde esta reflexión se sitúa en el contexto de la filosofía de la mente y del aprendizaje, estos enfoques podrían resultar complementarios a nuestro objetivo de discutir los alcances de las ciencias cognitivas para el campo educativo.

Se pretende hacerlo, mediante una estrategia de ‘descentramiento’, por así decirlo, que es metafilosófica en parte y en parte pragmatista. Por un lado, se apela a un concepto de aprendizaje en el convencimiento de que la filosofía, al llevar adelante su tarea, puede aportar a la delimitación conceptual sin estar enteramente condicionada por las ciencias (este es el compromiso metafilosófico del artículo). Por otra parte, se concibe que el pragmatismo ayuda a orientar conceptualmente este compromiso general, según el cual el pensamiento, en un sentido fundamental, es un fenómeno que debe situarse dentro de un marco social (o intersubjetivo) de prácticas sociales. Esto no hace incompatible al pragmatismo con el aporte de las neurociencias en línea con una ciencia del cerebro para la educación. Sencillamente ‘propone’ límites y dialoga con ella en una línea similar a como lo ha propuesto, hace poco más de una década, Bakhurst (2008).

Si se tiene en cuenta el marco general de las ciencias cognitivas y el abordaje pragmatista del aprendizaje, el enfoque aquí propuesto puede presentarse como una forma de filosofía ‘crítica’ de las ciencias cognitivas. Esto no es tampoco original sin más. El propio Brandom (2009) asume dicho compromiso en artículos en los que discute, por ejemplo, “cómo la filosofía analítica le falló a las ciencias cognitivas” (p. 197). Con esto alude a que el marco teórico supuesto por la analogía funcionalista y el aporte de las ciencias computacionales incluyen discutir, previamente, un concepto central para entender los estados mentales, a saber, el concepto de ‘normatividad’. Según la teoría de Brandom, las ciencias cognitivas no logran explicar el carácter normativo que la mente tiene en las diversas tareas cognitivas.

El enfoque naturalista de las prácticas sociales

La mente representa el mundo. Esta frase no es incuestionable, pero es bastante intuitiva. Salvo críticos furibundos —incluido el propio Brandom (1994)— puede decirse casi unánimemente que una tarea importante de la filosofía de la mente es explicar cómo la mente representa. Pues bien, las ciencias cognitivas proponen una manera de explicar este fenómeno. Como Skidelsky (2015) lo resume recientemente en el marco de su abordaje cognitivista, los estados mentales son portadores de una propiedad que es la de representar el mundo externo. Esta representación, se estima, establece vínculos causales con funciones cognitivas que son las que le dan origen. De esta forma, es posible explicar la representación si se da cuenta tanto de estos vínculos causales como de su instanciación.

Sobre este marco general, son muchas las variantes de explicación naturalista en el marco del cognitivismo. Sin embargo, el elemento central de este marco general, tal y como lo ha indicado Putnam (1994), es que la representación es un fenómeno reducible a vínculos causales. Esta tesis supone un tipo de reduccionismo de lo normativo. Para hacer más comprensible esta concepción de los estados mentales, sin embargo, es necesario abordar dos cuestiones. Por un lado, la exposición de la visión reduccionista o naturalista de lo normativo, y para tal fin este artículo se propone como ejemplo. Por otra parte, es necesario exponer los argumentos de Brandom omitiendo cierta jerga técnica que, a los fines especializados de este artículo sobre aprendizaje, impedirían la factibilidad de la delimitación conceptual que exige el desarrollo. Ambos tópicos permitirán poner de relieve la visión cognitivista sobre lo mental y a la vez comprender la crítica brandomiana al marco cognitivista o naturalista de la mente.

La atribución de normatividad en los seres humanos

La imagen del antropólogo llamado a investigar una comunidad completamente desconocida es célebre en el cine y la literatura y, sin duda, hunde sus raíces en hechos reales o al menos verosímiles. La empatía que por lo general produce esta situación se traduce en pensar cuáles son los primeros pasos para alcanzar un mínimo de comprensión de esa comunidad extraña a la cual él se enfrenta. ¿Cómo hace para empezar a comprender sus conductas? ¿En dónde comenzar a buscar? ¿Debe el antropólogo atender a su lenguaje y tratar de vincularlo con las conductas de los nativos? ¿O debe abstraerse de su lenguaje y juzgar su modo de vida de manera independiente? ¿O bien la comprensión debe tomar en cuenta tanto el lenguaje como la conducta? ¿Pero cómo empezar a traducir esa lengua si, supongamos, fuera totalmente desconocida?

Alguien podría reducir esto a un problema disciplinario y argumentar que la antropología debe tener herramientas especializadas para resolver el asunto y que, por tanto, habría que dejarles a los propios antropólogos lidiar con esta dificultad. Sin embargo, como insiste Geertz (2003), esta pregunta no ha sido ajena a la propia antropología ni al resto de las ciencias sociales —puesto que no solo la antropología busca analizar o interpretar una comunidad extraña— y aún más: se ha considerado como la pregunta más importante para las ciencias sociales durante mucho tiempo.

Para cierta tendencia de pensamiento, sin embargo, este no se presenta como un problema. Se trata de un enfoque de cuño cientificista, naturalista, para el que investigar una comunidad desconocida y toda acción humana en general no es muy diferente de estudiar un fenómeno natural como la fotosíntesis, las constelaciones solares o la estructura de los átomos. Son muchas las razones que conducen al naturalismo. La más prevalente es aquella que da por hecho que es la ciencia natural la que describe el mundo y que todo objeto de interés investigativo es un objeto natural. A su vez, como bien ha defendido el filósofo del lenguaje Huw Price (2011) este ‘naturalismo ontológico’ usualmente va acompañado de un ‘naturalismo epistemológico’, a saber: toda forma de conocimiento válida proviene de las ciencias naturales.

Desde un punto de vista ‘naturalista’ hay ciertos ‘patrones’ o ‘regularidades’ que pueden extraerse de la conducta de los individuos. Por ‘conducta’ no solo se hace referencia aquí al movimiento de los cuerpos de las personas, sino también a su lenguaje, considerado a menudo nada más que como un fenómeno físico o relacionado a procesos físicos. En cualquier caso, esta estrategia reivindica como una ventaja no apelar a los estados mentales o intencionales de los miembros de una comunidad para explicar su modo de vida (o al menos solo apelar a ellas de forma derivada). Esta convicción se basa en una consideración de la naturaleza de los estados mentales como fenómenos naturales.

El abordaje cognitivista de la educación

Al ser una tendencia de pensamiento, el naturalismo reaparece a lo largo de la historia. Bruner (2005) afirma que el naturalismo se expresa actualmente de manera clara en las ciencias cognitivas. Para las ciencias cognitivas, el pensamiento se sitúa a un nivel subintencional, es decir, a un nivel que está ‘por detrás’ de las acciones o estados intencionales y que, por regla general, es una instancia no accesible a la conciencia de los agentes. Siguiendo a Bermúdez (2014), es esta manera de entender la naturaleza de la mente la que permite afirmar que “el supuesto orientador fundamental de las ciencias cognitivas es que las mentes son procesadores de información” (p. 37). Respecto de esto, es posible señalar una premisa central que sintetiza el ‘enfoque naturalista de las prácticas sociales’: conforme al abordaje naturalista, las prácticas sociales son reductibles a fenómenos naturales.

¿Son las prácticas sociales posibles gracias a reglas explícitas?

Si se pone entre paréntesis el reduccionismo propio del abordaje cognitivista, e incluso si se lo rechaza provisoriamente de manera dogmática, se obtiene como ventaja mantener la diferencia entre prácticas sociales y comportamientos que llevan adelante otras especies que carecen de lenguaje discursivo; e incluso entre aquéllas y ciertos objetos de la naturaleza que responden a estímulos del entorno y, por tanto, establecen vínculos causales con tales estímulos. Esto no implica que esas diferencias sean insalvables, aunque sí significa que cualquier análisis, incluso cuando decida posteriormente rechazarlas, no debería pasarlas por alto.

Ahora bien, esta postura no reduccionista a menudo se asocia a un excesivo racionalismo (a veces llamado también ‘intelectualismo’) que, durante las últimas décadas, es sospechado de cierto prejuicio académico. Se trata, según Searle (2004), de una variante de antropocentrismo que asume que los seres humanos, por principio, son el modelo para calificar lo que es el pensamiento sin tomar en cuenta la conducta de otras especies. De esta forma, dado que ninguna otra especie tiene los atributos del ser humano, a priori se deja al resto de las especies fuera de toda posibilidad de que se le atribuyan conceptos o creencias.

Una de las formas de concebir ese ‘antropocentrismo’, por otra parte, es ofrecer una imagen en un punto inverosímil de los individuos como idealmente racionales. En este sentido, la dificultad más sobresaliente para tener cierta claridad respecto de las prácticas sociales es dar por supuesto que toda práctica social es indefectiblemente ‘la puesta en acto de una teoría o de uno o más enfoques teóricos’ en el sentido de un conjunto explícito de principios o reglas.

Sin embargo, esta manera de plantear las cosas conduce rápidamente a una confusión conceptual. Si bien es cierto que las prácticas sociales dependen de reglas, definir la naturaleza de esas reglas es un punto que abre alternativas muy diferentes entre sí. Si las normas concebibles en la práctica deben ser ‘normas explícitas’, tal como supone esta alternativa, fijan una condición que resultaría bastante restrictiva: todo aquel que lleve a cabo una práctica social debería adoptar ciertos principios explícitos como ‘condición’ para efectuar su práctica. Es decir, principios explícitos tales como juicios o creencias que un sujeto pone en acto, previamente a realizar una acción determinada y justificada por esos juicios.

El filósofo Dreyfus (en Schear (ed.), 2013) plantea que, de asumirse esta concepción explícita de las normas, se seguiría que todas las conductas humanas están saturadas de “conceptualidad” (p. 15) y no existiría la posibilidad de que haya conductas irreflexivas, al menos para el caso de los seres discursivos. Esta consecuencia parece difícil de ajustar con la cotidianidad, donde decididamente se realizan acciones de tipo irreflexivo. De modo que el modelo de reglas explícitas no parece explicar la naturaleza de las normas ni de las prácticas sociales.

El enfoque pragmatista de las prácticas sociales

El ejemplo del antropólogo plantea la idea de que hay un ‘carácter normativo específico’ que caracteriza a las prácticas y que es importante delimitar para no perder de vista cierta imagen de lo social que es distintiva (aun cuando haya aspectos que el naturalismo permita elucidar dentro de esta imagen). Ahora bien, es necesario relacionar estas puntualizaciones con la teoría de Brandom. A tal fin, se establecen los siguientes paralelismos.

1. Las prácticas sociales no se reducen a regularidades naturales cuyos actores no pueden ser conscientes de las normas que rigen sus conductas.

Brandom (1994) al presentar su teoría sostiene que ofrecerá un enfoque sobre “la naturaleza del lenguaje, es decir de las prácticas sociales que nos distinguen como criaturas racionales, de hecho, lógicas y usuarias de conceptos” (p. 10). Un requisito clave de esta concepción consiste en darle una ‘interpretación normativa’ a los estados mentales. El vínculo entre el lenguaje y la norma proviene de atar el significado con lo normativo. Esta asociación, para Brandom la expresa claramente Wittgenstein (1953) en su época: “Nuestra comprensión ordinaria —afirma— de estados como actos de significar, comprender, tener intención de o creer algo es una comprensión de ellos como actos que nos ‘comprometen o nos obligan’ a actuar y pensar de determinadas maneras” (Brandom, 1994, p. 13). Es decir, comprender es algo que se registra en nuestro comportamiento, ya que este puede ser correcto o incorrecto.

Ahora bien, lo normativo acepta a simple vista varias acepciones. Brandom se percata de esto y la primera opción que descarta es la más reconocida y que puede atribuirse a lo que se ha denominado anteriormente ‘abordaje cognitivista’. Casi todo abordaje naturalista asume esta concepción. Se trata del ‘regularismo’ de las prácticas sociales. El regularismo sostiene que las prácticas son reductibles a patrones causales de estímulo y respuesta, de forma tal que ser considerado correcto es lo mismo que ser correcto (la conciencia de seguir una regla se deja de lado como elemento relevante o atendible). Ya se ha argumentado anteriormente que el cognitivismo es reduccionista. El regularismo permite explicar por qué lo es.

Esta reducción hace perder de vista el carácter de lo normativo como tal, porque si una norma se reduce a que algo pueda ser considerado correcto sin que haya conciencia de reglas, entonces es posible atribuir normatividad no solo a seres no lingüísticos sino también a objetos que responden al medio o al entorno. A esta consecuencia Brandom (1994) la denomina ‘pansiquismo’ —la tesis de que todo objeto podría tener mente— y la juzga un precio demasiado alto para incluir a otras criaturas, aparte de los seres humanos, como usuarias de conceptos (pp. 26-30).

El siguiente punto de la recapitulación defiende que:

2. Las prácticas sociales tampoco pueden identificarse con la ejecución de ciertos principios teóricos que preceden a la actuación de la práctica, tal como si los individuos pensaran principios que justifiquen cada cosa que hacen.

Brandom (1994), luego de descartar el regularismo, pasa a enfrentar la idea de que seguir una regla signifique la aplicación de ciertos principios explícitos. A esto lo denomina ‘regulismo’ de las prácticas sociales (p. 20). El problema con esta concepción es que, si todo seguimiento de reglas requiere de la explicitación de una regla, se corre el riesgo de un regreso al infinito. Aquí su fundamentación requiere de la apelación a un complejo argumento denominado ‘escéptico’ y que está lejos de los objetivos de este artículo. Al respecto, en un artículo anterior se han desarrollado los alcances y las complejidades del argumento escéptico (véase: Saharrea, 2014). En resumen, se trata de que toda aplicación de regla acepta una interpretación posible. Siguiendo la argumentación de Kripke (1981), en un universo convencional podría darse que 3 más 3 sea 7, dado que es perfectamente posible exponer una fórmula que ofrezca este resultado10. No hay un hecho semántico que impida interpretar 3 más 3 de ese modo. Desde el sentido común podría razonarse que el resultado es indiscutiblemente 6. Ahora bien, ese resultado es correcto conforme a ‘la manera de actuar cotidianamente’, en la práctica corriente de la matemática.

Sin embargo, la interpretación libre, fuera de toda práctica, es posible desde un escepticismo de la regla. Wittgenstein enfrentó esta objeción argumentando que por principio toda regla es interpretable y allí donde hay interpretación nunca hay regla. El relativismo se come toda acción posible pensado a priori, es decir, sin apelar a un contexto de prácticas. Este argumento es retomado por Brandom para descartar el regulismo (el cual merece un mayor desarrollo, pero excede los alcances de este artículo). La moraleja del regulismo es que, para que haya comportamientos correctos e incorrectos, es necesario poner los estados mentales en un contexto de prácticas sociales.

De esta manera se llega a la necesidad de una alternativa tanto al regulismo como para el regularismo. Porque, por un lado, si bien el regularismo da una explicación objetiva del seguimiento de reglas, pierde de vista, en su reduccionismo, el sentido de la norma como tal. El regulismo, por su parte, respeta este sentido a cambio de considerar toda práctica montada en el terreno de las interpretaciones libres. Entonces: ¿a qué reducir la naturaleza de las prácticas, si no son ni regularidades ni normas explícitas?

Es aquí donde Brandom ofrece una comprensión específica sobre la normatividad como solución al problema. Pensar el lenguaje conlleva a pensar el significado; pensar el significado conduce a pensar en las normas; las normas, a su vez, son concebibles solo en el marco de las prácticas sociales. En las prácticas sociales, las normas no son regularidades naturales. Los seres discursivos pueden ser conscientes de las normas que siguen. Por ejemplo, pueden explicar en qué consiste que sea correcto avanzar con el automóvil cuando la luz del semáforo da verde. Un perro, en cambio, no podría dar razones de ello, aun cuando pudiera comportarse de manera similar a una criatura lingüística (podría avanzar en un semáforo de peatones junto con otras personas, cuando el indicador da paso permitido). Podría atribuírsele un tipo de protoconciencia propia de un entrenamiento, por caso, pero nunca el tipo de conciencia racional que depende del lenguaje entendido como el uso de razones.

Por otra parte, las prácticas sociales no ofrecen normas explícitas sino más bien normas implícitas que están instituidas dentro de la misma comunidad. Es de esta manera que, para entender toda la vida mental de seres que actúan correcta e incorrectamente, es necesario pensar la mente en el marco de las prácticas sociales. De acuerdo con Brandom (1994), solo en este marco intersubjetivo se comprende que la vida de los seres lingüísticos es la de seres capaces de significación. La intersubjetividad es un elemento fundamental que garantiza que las acciones de los individuos tengan significado. Es, en definitiva, lo social lo que garantiza que los seres humanos puedan significar. Tal como afirma Brandom:

En este enfoque, se considera que la clave de la importancia de lo social reside en la posibilidad de que la comunidad a la que pertenece el individuo evalúe, responda o trate en la práctica las actuaciones que producen los miembros individuales de la comunidad. Se puede considerar que un individuo asuma o respalde una actuación como correcta simplemente produciéndola. La comunidad, a diferencia del individuo, no necesita que se la considere como habiendo tomado una actitud práctica con respecto a la propiedad de la actuación solo en virtud de que esa actuación haya sido producida por uno de sus miembros. La clase de actuaciones producidas por sus miembros, más bien, determina cuáles caen dentro del alcance de las actitudes comunitarias, que son susceptibles de aprobación o repudio comunitario (1994, p. 37).

El autor defiende que hay un sentido específico de normatividad que solo es explicable atendiendo al carácter de las prácticas sociales. Ellas fundamentan la vida de los seres lingüísticos, explican el funcionamiento de su racionalidad. A la luz de este compromiso general desarrolla su tesis, en la cual sostiene que las que otorgan contenido a los conceptos son las redes inferenciales que se derivan en su uso. Precisamente, la centralidad de esta tesis habilita a llamar a la teoría de Brandom ‘inferencialismo semántico’.

Esta idea es la puesta en práctica de un compromiso pragmatista a nivel metodológico: es el uso o la práctica de los conceptos lo que consolida su contenido. Brandom (2001) expresa esta idea en la tesis de que es la pragmática la que precede a la semántica y no al revés, tal como usualmente lo plantean los enfoques cognitivistas. Morabini y Moretti (2017) han demostrado que este enfoque inferencialista resulta un molde propicio para evaluaciones pedagógicas que se proponen saber si un alumno posee o no un concepto.

Además de este uso del inferencialismo semántico a nivel pedagógico, a nivel general el marco de las prácticas sociales permite concebir el aprendizaje de una forma apropiada para su abordaje educativo. Al colocar el aprendizaje dentro de este marco teórico, pueden explicarse dos de sus aspectos fundamentales: 1) el carácter normativo del aprendizaje (aprender es poder hacer o decir algo correcta o incorrectamente en un sentido muy básico); y 2) el rol que la racionalidad y el lenguaje adquieren en la práctica de aprender, sin recaer en la idea de que todo aprendizaje es memorizar una regla explícita. Para Brandom hay normas que están implícitas en las prácticas.

En este artículo no se plantea que el enfoque de Brandom ofrezca una filosofía del aprendizaje sin más. Por el contrario, un enorme desafío, que propone este modo de entender la normatividad de las prácticas pero que no es abordado por Brandom, es el siguiente: ¿Cómo se explica la introducción a una práctica totalmente nueva (es decir, desde cero)? Si bien el filósofo de Pittsburgh da una descripción específica de las prácticas muy conveniente para pensar el aprendizaje, en su desarrollo no se registra una tentativa en este sentido. Por su parte, como advierte Bermúdez (2014), el abordaje cognitivista contempla el desarrollo de las funciones cognitivas como eje de sus modelos explicativos. Este punto favorable al cognitivismo se suma al proyecto —en los últimos años asociado a Damasio (2003)— de vincular las emociones a la cognición. Esta articulación de enorme relevancia para el estudio del aprendizaje formal no está incluida, sin embargo, en la agenda del inferencialismo semántico. No obstante, la atención de Brandom a las prácticas como un tipo de comportamiento propio de seres racionales en un contexto comunitario rescata una complejidad intrínseca del contexto de enseñanza-aprendizaje, que es el ámbito donde se desarrollan y son posibles las prácticas educativas.

El aprendizaje formal desde un abordaje pragmatista

La aplicación del abordaje pragmatista resulta plausible con una mayor especificación en el análisis. Las prácticas pedagógicas que constituyen el aprendizaje pueden juzgarse, sobre el background pragmatista, un subconjunto de las prácticas sociales. Este punto merece ciertas precisiones y recaudos.

¿Esto significa que se dan características únicas en el aprendizaje que no se dan en otras prácticas sociales? En un sentido, la respuesta es negativa. No obstante, una mayor especificación es necesaria para poner de relieve la utilidad de la teoría pragmatista a este respecto. Y en este punto sí aparece un aspecto disciplinar característico de los educadores: su tarea, a menudo, consiste en ‘introducir’ a ciertos sujetos en prácticas sociales. Su función consiste no en identificar el carácter normativo en prácticas consolidadas —prácticas normalizadas, podría decirse— sino, más bien, en proponer y acaso modificar (o intervenir) ciertas prácticas determinadas, que tal vez el propio educador puede juzgar, en último caso, que no contribuyen a ningún fin pedagógico.

Teniendo en cuenta este papel característico del educador o pedagogo, se deducen, a simple vista, ciertas consecuencias metodológicas concernientes al tipo preciso de normatividad que posibilita las prácticas sociales y que, por tanto, hace concebible el aprendizaje como tal:

  1. 1. Si las prácticas sociales involucran una normatividad que no consiste en normas explícitas, se sigue que la función del educador, con vistas a proponer ciertas prácticas, resultaría un fracaso si se acota solamente a transmitir ciertos principios o reglas. Educar no puede consistir en transmitir información o datos de conocimiento. ¿Por qué? Porque esa sola tarea no garantiza la adquisición de las prácticas sociales, así como la memorización de las reglas del ajedrez no garantiza que uno ya sepa jugar al ajedrez. No obstante, esto no equivale a negar la necesidad, en ciertos aspectos de la enseñanza, de transmitir contenidos o trabajar a partir de principios.
  2. 2. La lógica de las prácticas orienta ciertos criterios de evaluación del conocimiento: dado que las prácticas no se constituyen de normas explícitas, reducir una evaluación del desempeño —en cualquier instancia— a la repetición de información no garantiza el aprendizaje. El aprendizaje siempre es de prácticas, podría decirse, nunca es de reglas explícitas. Si bien esta crítica en torno de una concepción intelectualista del aprendizaje es un locus communis en los discursos pedagógicos actuales, no es habitual hacerlo a partir de un enfoque sobre la naturaleza de las prácticas sociales11
  3. 3. Por último, y solo como una mención para profundizar, si las normas contenidas en las prácticas tampoco son patrones o regularidades —tal como operan los fenómenos naturales— se deriva una puesta jaque de muchos abordajes sobre el aprendizaje que parten de una concepción naturalista —al menos extrema— de las prácticas sociales.

No se intenta argumentar que todo abordaje naturalista de la educación sea inconducente en todos los casos, sino que, a los fines de describir el aprendizaje sin mayores reservas o aclaraciones, resulta limitado. Por lo demás, como se deriva de Bakhurst (2008), asumir un enfoque como el brandomiano, por una parte, no impide reconocer las enormes contribuciones que han realizado los estudios sobre aprendizaje desde la neurociencia cognitiva. Pero, por otra parte, tampoco impide problematizar que el propio enfoque brandomiano presenta algunas dificultades, como la anteriormente expresada en torno a la introducción desde cero en la práctica inferencialista. Dicho de otro modo: si bien el modo en que Brandom plantea la comprensión se ajusta a diversos comportamientos corrientes (diálogos o conversaciones), resta explicar cómo un niño que no maneja el uso de razones de manera natural, logra adquirir dicha práctica ‘progresivamente’. De nuevo, es necesario hacer explícitos ciertos límites a modo de propuesta. La concepción pragmatista de la normatividad es un molde que se ha descrito en las secciones precedentes, pero, sin dudas, queda un largo camino por recorrer hasta llegar a su efectiva aplicación al campo educativo.

Conclusiones

En el artículo se ha hecho una breve caracterización del pragmatismo para referir la importancia de la teoría de las prácticas sociales de Brandom dentro de los enfoques sobre el aprendizaje. Se ha argumentado que, atendiendo a este marco conceptual, es posible establecer ciertos límites conceptuales en zonas específicas como el aprendizaje formal. La segunda sección se ha ocupado en describir el abordaje naturalista de las prácticas sociales mediante el ejemplo del antropólogo, el cual intenta no tanto simplificar sino ir al grano en cuanto a que las prácticas sociales ofrecen un tipo de normatividad específico. En la tercera sección se expusieron las dos variantes en torno a la normatividad anteriormente delimitadas, asociándolas a la propia estrategia de Brandom. Luego se examinaron las razones del rechazo tanto del ‘regulismo’ como del ‘regularismo’ de las prácticas sociales. Como corolario de estos puntos, en la última sección se expuso la concepción de normatividad implícita en las prácticas y, finalmente, se propuso una delimitación conceptual del aprendizaje.

El artículo defiende que el marco conceptual de prácticas sociales permite rescatar dos aspectos centrales para el aprendizaje formal: por una parte, su naturaleza normativa y, por otra, su relación con el lenguaje y específicamente con el uso de razones. Es importante, antes de mencionar tareas que pueden realizarse a partir de este enfoque brandomiano del aprendizaje —apenas esbozado— despejar una objeción respetable.

Algunos naturalistas podrían argumentar que desde hace décadas las ciencias cognitivas atienden al factor social para explicar el conocimiento; que ha quedado atrás el compromiso dogmático con el solipsismo metodológico que fuera criticado, entre otros, por Putnam (1999) y que, como bien indica Scotto (2017), las ciencias cognitivas actuales han consolidado un campo concreto que es el de la neurocognición.

Esta objeción apunta a mitigar cierto reduccionismo usualmente lanzado como ataque a concepciones naturalizadas. Es cierto que, en la diversidad de enfoques de las ciencias cognitivas —aunque en menor medida en las actuales tentativas neuroeducativas— usualmente se reconoce el valor de lo social en sus enfoques y experimentaciones. Aun concediendo este punto, la teoría de Brandom apunta a que la concepción de normatividad propia de lo social es irreductible. Actuar correcta o incorrectamente requiere de una comunidad de hablantes donde se discuta en términos de dar y pedir razones, y donde las conductas de los individuos puedan evaluarse y ratificarse o repudiarse. Este contexto de práctica social es irreductible. Su traslación a algo diferente pierde de vista el carácter normativo de la vida mental. Y este límite conceptual que Brandom propone no es una censura en contra de un tipo de experimentación —como a veces se lo interpreta— sino un insight necesario para elaborar experimentaciones cuyo alcance sea quizá más acotado. En cualquier caso, la propuesta de Brandom es a sumar fuerzas de manera interdisciplinaria en el tratamiento del aprendizaje formal. Un enfoque naturalista en soledad no basta. La filosofía en soledad, tampoco.

Por último, la tarea que decanta del encuadre ofrecido por Brandom es explicar el desarrollo que permite que los individuos se introduzcan en el marco de las prácticas sociales. Esta tarea excede el interés de Brandom, y es propia de una teoría educativa en consonancia con una filosofía de la educación. Por lo demás, la plataforma brandomiana resulta útil como criterio evaluativo y como fundamento del perfil adecuado que hay que darle al lenguaje en el aprendizaje: ni colocarlo como el único elemento ni alejarlo de la idea de práctica.

El abordaje pragmatista del aprendizaje, por último, propone romper con la dicotomía entre teoría y práctica, para pensar la comunidad educativa como un espacio donde lo que ocurre son prácticas correctas e incorrectas que merecen ajustes y desajustes, críticas y ratificaciones. En el fondo, el aula debería parecerse a la vida fuera del aula. La escuela, como lo decía el viejo pragmatista Dewey (1916), no es un ‘medio’ para la vida. Ella misma es vida.

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Wittgenstein, Ludwig. 1953/1988. Investigaciones filosóficas. México: UNED.

Notas

1 Para la caracterización histórico-conceptual del pragmatismo seguimos principalmente a West (2008). Algunos datos lo tomamos de Faerna (1996).
2 Tanto Rouse y Satne, como los diversos autores compendiados en Kiverstein (2016), señalan a Philosophical Investigations (1953) de Wittgenstein como el fundamento de la noción de prácticas sociales. Como se verá a lo largo del trabajo, esta característica del pensamiento de Wittgenstein permite ubicarlo dentro del pragmatismo. Más allá de cuestiones de autoría o antecedentes proponemos interpretar, tal como lo hace Brandom, el pragmatismo como un tipo de teoría de las prácticas sociales. Contando con estas salvedades, la lectura de Wittgenstein como un pragmatista es plausible (cf. Misak, 2016; Putnam, 1999).
3 A lo largo del trabajo citamos la obra de los pragmatistas clásicos aludiendo al año de publicación original. En las referencias bibliográficas colocamos el año original y el de la traducción empleada, separados por una barra.
4 Por “estratégica” debe entenderse aquí una descripción de un autor o teoría que busca apoyar una teoría explícitamente. No se trata de una mera manipulación sino un reconocimiento de que el fin de la descripción no es meramente exegético. El pragmatismo de Rorty fundamentalmente ha sido asociado, con sus pros y contras, a este modo de hacer uso de la historia de la filosofía (Faerna, 2014).
5 Por otra parte, Descartes fue uno de los primeros filósofos en proponer una reflexión conjunta entre los desarrollos científicos de su tiempo y diversas cuestiones filosóficas. Por lo que es como mínimo imprudente calificar a Descartes como un pensador que solo ofreció falsas dicotomías y problemas a la historia de las ideas. Si bien es cierto que el pragmatismo usualmente habla de cartesianismo como una tendencia o matriz de pensamiento, es necesario ubicar a Descartes como un pensador con matices que permitan reconocer el enorme impacto que tuvo en la filosofía posterior. Incluso uno de los rasgos más recurrentes dentro del pragmatismo, que es el enorme respeto por los desarrollos científicos, no hubiera sido siquiera concebible de no ser por la relevancia que dio a la ciencia natural la filosofía moderna. Uno de los artífices de dicha filosofía, sin lugar a dudas, fue Descartes. Agradezco a los revisores anónimos de Sophia por advertirme sobre la necesidad de mencionar algunos recaudos junto a la presentación del cartesianismo dentro de la tradición pragmatista.
6 Pragmatistas clásicos parece una simplificación. Lo es. Sin embargo, es de uso corriente en la bibliografía especializada para referir a aspectos —fundamentalmente críticos— que Peirce, James y Dewey comparten (v.g. West, 2008).
7 Convencionalmente, Philosophical Investigations se cita de este modo (esto es § 201) aludiendo a los parágrafos en los que está organizado. Este trabajo suscribe a esta idea general, según la cual no es posible seguir una regla privadamente. Sin embargo, excede a este trabajo especificar en qué sentido concreto de ‘comunidad’ es posible atribuir a Wittgenstein la idea de que es la comunidad la que garantiza la conformidad a una norma. Los debates en torno a la interpretación de Kripke (1983) sobre Wittgenstein muestra la dificultad de determinar este punto.
8 Schauffhauser (2014) ha mostrado cómo la idea de prácticas ha llevado a hablar de un ‘giro pragmatista’ en sociología que puede revitalizar diversos aspectos metodológicos del estudio de los fenómenos sociales.
9 Seguimos la caracterización del materialismo en filosofía de la mente de Searle (2004).
10 Saul Kripke pensó este ejemplo en su célebre objeción escéptica.
11 Un ejemplo sería el intento de Perkins (2009) en el marco de su teoría de la comprensión.

Notas de autor

[1] Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Becario post-doctoral del CONICET en Temas Estratégicos, área de Filosofía. Dos veces becario de la Asociación del Grupo Montevideo. Investigador en el Instituto de Investigaciones Psicológicas (IIPSI), UNC. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET. Docente concursado de Filosofía en el Profesorado de Educación Especial de la Facultad de Humanas de la Universidad Nacional de San Luis (UNSL). Actualmente, sus áreas de investigación son: Epistemología de la Educación y Filosofía de la Educación en John Dewey.

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