MISCELÁNEOS

Afectividad, vulnerabilidad y límites de la razón científica

Affectivity, vulnerability and limits of scientific reason

Rosario Gazmuri Barros [1]
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile

Afectividad, vulnerabilidad y límites de la razón científica

Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 32, pp. 197-223, 2022

Universidad Politécnica Salesiana

2022.Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 03 Abril 2021

Revisado: 15 Julio 2021

Aprobación: 10 Septiembre 2021

Publicación: 15 Enero 2022

Resumen: Este trabajo analiza la noción de racionalidad propia de nuestra cultura, marcada por el paradigma científico. Según este, la razón tiene la capacidad de descifrar las leyes inscritas en la realidad de manera ‘clara y distinta’ con el fin de dominar esa misma realidad, y transformar aquello que lee. Esta formulación lleva al no reconocimiento del propio límite del ser humano. El objetivo primero de este trabajo es la comprensión de la razón desde un nuevo paradigma. El segundo, estudiar la conexión de la cuestión de la afectividad con la esencial vulnerabilidad del ser humano y las consecuencias de esto en la acción moral. El escrito está estructurado en cinco apartados. En el primero, se analizará la noción de razón tal como es concebida desde el modelo de las ciencias. El segundo se centrará en las consecuencias que dicha noción ha tenido en nuestra cultura. El tercer apartado estudia la cuestión que engrana todas las demás: la recuperación del valor cognoscitivo de los afectos, para, a partir de esta recuperación replantear, en el cuarto apartado, la cuestión del uso práctico de la razón y la acción moral. Por último, se propone el modelo de la obra de arte como posibilidad de reencuentro con las dimensiones del ser humano silenciadas por la noción cientificista de verdad.

Palabras clave: Racionalidad, vulnerabilidad, afectividad, hábito, deliberación, contemplación.

Abstract: The present paper analyzes the notion of rationality typical of our culture, marked by the scientific paradigm. According to this paradigm, reason has the ability to decipher the laws imprinted in reality in a ‘clear and different’ way in order to dominate that same reality and transform what it reads. This formulation leads to the non-recognition of the human being’s own limit. The first goal of this paper is to understand reason from a new paradigm. The second one is to study the connection of the question of affectivity with the essential vulnerability of the human being and the consequences of this in moral action. The writing is structured in 5 sections. In the first one, the notion of reason will be analyzed as it is conceived from the scientific model. The second one will focus on the consequences that this notion has had on our culture. The third section studies the question that meshes with all the others: the recovery of the cognitive value of affections, in order to rethink, in the fourth section, the question of the practical use of reason and moral action. Finally, a model of a work of art is proposed as a possibility of reencountering the dimensions of the human being silenced by the scientist notion of truth.

Keywords: Rationality, vulnerability, affectivity, habit, deliberation, contemplation.

Forma sugerida de citar:

Gazmuri Barros, Rosario (2022). Afectividad y vulnerabilidad: límites de la razón científica y posibilidades de verdad. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 32, pp. 197-223.

Introducción

La cuestión del estrechamiento de los campos de verdad, consecuencia del camino recorrido por la filosofía moderna, es hoy objeto de amplia crítica. La apuesta por el dominio del objeto de conocimiento, tan propio del método científico, no solo muestra hoy sus funestas consecuencias en el campo de la ecología, sino, de modo aún más radical, en la pérdida de la posibilidad de verdad en el ámbito de la ética y de la política: una vez que la verdad se ha hecho sinónimo de exactitud, todo campo donde no es posible el dominio del método científico pareciera quedar abocado al campo de la mera opinión.

Desde la perspectiva propia de la ciencia, el sujeto se alza como dominador del objeto, poniendo como fin de su investigación el uso de la verdad. Quien investiga busca disponer de su objeto, asegurar su conocimiento, para caminar sobre terreno seguro. Este ha sido el recorrido de la ciencia y también, lo que hace más dramático el gesto, el de la filosofía. Esta última, desde el intento metódico de Descartes, ha corrido por carriles paralelos a la ciencia, y a velocidades igual de alarmantes, en este camino hacia la dominación de su objeto. Si bien, como denuncia Heidegger (2010), el impulso comienza ya en la ontología clásica, la filosofía moderna lo lleva a su consumación.

La investigación dispone de lo ente cuando consigue calcularlo por adelantado en su futuro transcurso o calcularlo a posteriori como pasado. En el cálculo anticipatorio casi se instaura la naturaleza, en el cálculo histórico a posteriori casi la historia. Naturaleza e historia se convierten en objeto de la representación explicativa. (...) Esta objetivación de lo ente tiene lugar en una re-presentación cuya meta es colocar a todo lo ente ante sí de tal modo que el hombre que calcula pueda estar seguro de lo ente o, lo que es lo mismo, pueda tener certeza de él. La ciencia se convierte en investigación única y exclusivamente cuando la verdad se ha transformado en certeza de la representación (pp. 71-71).

La experiencia del asombro revierte en dominio, y entonces, se tiene la ilusión de que se dispone del ser, ilusión que, si bien ha fundado una cultura, está despojada, en sus cimientos, de aquello a lo que aspira. Y este despojamiento señala a procesos más profundos: a aquellos por medio de los cuales el mismo ser humano se pierde a sí mismo en la pérdida del ser.

El análisis de problema del estrechamiento de los campos de verdad puede ser tratado desde diferentes perspectivas. El presente estudio se abocará a la reflexión de lo que, afirmamos, es anterior, y en tanto lo es, es causa de lo que hemos denominado el estrechamiento de los campos de verdad: la noción de razón. Y esto porque hoy la racionalidad misma es concebida desde el modelo científico o positivista. Y esto no solo tiene consecuencias de cara a la posibilidad de acceso a la verdad en los campos no científicos, sino también de cara a la teoría de la acción que tal noción de razón inspira.

El presente trabajo se propone una reelaboración de la noción de razón a partir de las posibilidades que brinda principalmente el pensamiento de tres autores de la filosofía contemporánea: Merleau-Ponty, Nussbaum y Gadamer. Se acude, además, a algunas nociones de J. E. Rivera, quien, haciendo una síntesis del pensamiento de distintos autores de la tradición fenomenológica, ofrece un compendio en De asombros y Nostalgia (1999). La bibliografía ha sido escogida en función de la posibilidad que estos autores brindan, en primer lugar, para relevar el valor cognoscitivo de los afectos y, por tanto, la importancia de los mismos en la acción moral. La cuestión de la intencionalidad del cuerpo, tema central en los escritos de Merleau-Ponty, posibilita el descubrimiento de una esfera de configuración de sentido previo al acto de objetivación, central para la revaloración de la dimensión afectiva del ser humano. Nussbaum, por su parte, a partir de la recuperación del pensamiento estoico y de la reflexión en torno a la literatura (tan propia de sus escritos), muestra la dinámica afectiva como central para la comprensión del ser humano. En segundo lugar, los autores escogidos posibilitan un replanteamiento de la noción de razón a partir del hecho anterior: si los afectos son una fuente de conocimiento, el acto propio de la razón debe ser replanteado. Se acude así, por tanto, a la ontología que plantea Gadamer (1993) a partir de la experiencia de la obra de arte y la reflexión de la centralidad de la tragedia griega para el pensamiento clásico, tal como lo muestra Nussbaum (1995).

El escrito está estructurado en cinco apartados. En el primero, se analizará la noción de razón tal como es concebida desde el modelo de las ciencias, sobre todo de las ciencias exactas. El segundo se centrará en las consecuencias que dicha noción ha tenido en nuestra cultura: el estrechamiento de la razón en su uso práctico, la invalidación de la esfera emocional como fuente de conocimiento, la concepción de libertad desde las posibilidades del dominio racional; todo lo cual lleva a la no aceptación de la vulnerabilidad propia del ser humano. El tercer apartado se centrará en la cuestión que engrana todas las demás: la recuperación del valor cognoscitivo de los afectos, para, a partir de esta recuperación replantear, en el cuarto apartado, la cuestión del uso práctico de la razón y la acción moral. Por último, se propone el modelo de la obra de arte como posibilidad de reencuentro con las dimensiones del ser humano silenciadas por la noción cientificista de verdad.

La razón desde el modelo de las ciencias

El modelo de las ciencias exactas y, en parte, de las ciencias naturales, concibe la razón como una facultad capaz de captar las leyes inscritas en la realidad. El modelo es, sobre todo, matemático. Galileo, en 1623, afirmaba que el universo está escrito en caracteres matemáticos. Y la tarea de la razón es descubrir ese lenguaje. Leer esos caracteres. ¿Cuál es el fin de esta lectura? De manera preponderante, la transformación de esa misma naturaleza para beneficio del ser humano. Si se entiende, por ejemplo, matemáticamente la ley de gravedad, podemos ir en contra de su fuerza aplicando una fuerza mayor mediante, por ejemplo, el motor de propulsión. La razón, desde el modelo positivista (con su idea de progreso) tiene como misión desentrañar las leyes del universo para alcanzar el progreso técnico. Es decir, la ciencia trasforma la vida humana en un sentido técnico, porque permite una tecnología determinada que hace que los estándares de calidad sean superiores.

El método científico que asegura tal dominio se basa en el planteamiento de una hipótesis para luego pasar a la experimentación y comprobación en pos de la formulación de una ley científica. La praxis científica es la experimentación. Es decir: se propone una hipótesis, una teoría que luego se lleva a la ‘práctica’, se pone en práctica en la experimentación, y luego se comprueba y se transforma en una ley. La razón misma, por tanto, se concibe como la capacidad de desentrañar la realidad de manera matemática: cifras exactas, resultados comprobables. Desde esta perspectiva, algo es racional cuando nuestra razón puede dar cuenta de las condiciones de posibilidad de su existencia o las leyes de su ‘funcionamiento’. Y cuando se puede comprobar que dicho funcionamiento es certero.

Es lo que pasa con el estudio de la naturaleza: aunque no sea la razón humana la condición de posibilidad de su realidad, sí puede ser la razón la que lea sus caracteres y, por tanto, logre dominarla. Logre la ‘explicación racional’. Y esto es extensivo a todo objeto que sea producto de la técnica: los artefactos. Son racionales en la medida en que es una razón humana la que los ha creado y porque esta razón puede llegar a comprender las condiciones de posibilidad de la existencia o funcionamiento de ese objeto o artefacto. Así, por ejemplo, aunque no se sepa cómo funciona internet, se sabe que, si se pone el esfuerzo debido, se puede llegar a comprender su funcionamiento, y, es más, con la dedicación apropiada, incluso llegar a poder elaborar esas condiciones de posibilidad. En este caso, el conocimiento de las leyes por medio de las cuales opera la red de internet (o una impresora, o una máquina cualquiera) podría llevar a la realización de ese mismo artefacto. Es un conocimiento que puede proveer de una tecnología: puedo construir algo con eso.

Desde esta perspectiva, la razón en su uso teórico se restringe y queda determinada por la técnica, en pos del dominio de esa misma realidad que escudriña. No hay incertidumbre si se puede dominar la realidad, porque se la puede racionalizar. Racional es, así, un fenómeno (ya sea natural, social, humano) de cuya existencia o de cuyo funcionamiento se puede llegar a dar cuenta (aunque no demos generalmente cuenta de ello). La confianza se produce por la perspectiva de la posibilidad del control racional sobre el fenómeno en el que la razón pone su atención. Como se verá, esta noción de confianza tendrá consecuencias radicales a la hora de analizar la praxis humana en sociedad, pues impide la aceptación de la vulnerabilidad, como condición esencial del ser humano y de las relaciones humanas.

Desde la perspectiva de la acción moral, la racionalidad también es concebida desde la mirada científica. Una decisión es racional cuando se ha tomado después de sopesar las opciones, y luego de sopesarlas racionalmente, se ha hecho realidad un fenómeno o una acción (realizar una obra, por ejemplo, una receta de comida, o entrar a una carrera universitaria). Ahora bien, la misma noción de deliberación racional ha sido teñida de la mirada positivista. Es racional, en este sentido, la búsqueda de los mejores medios, en este caso los medios más eficaces para lograr un resultado. Es decir, una decisión es racional cuando me provee de mayores beneficios, de más provecho, pero un provecho que tiene que demostrarse como mayor. Todo lo que se salga de lo que podemos comprobar (que muchas veces se reduce a contabilizar) nos hace sentir que está fuera de control. Y eso, en nuestra mentalidad positivista, es algo que no podemos soportar. La racionalidad moral se restringe, así, a aquellas decisiones donde puedo, de hecho, dar cuenta el mayor beneficio para mí. Si no, no es una acción racional, sino que la calificamos de otro modo: emocional, pasional, irracional.

La razón, por tanto, en su uso práctico se reduce a la racionalidad estratégica: buscar los medios para alcanzar los fines más provechosos. Y se elimina la mirada moral y lo que Aristóteles llamaba el pensar prudencial (1995). Porque la eficacia de la acción no es lo mismo que la bondad de ésta. En palabras de De Tienda Palop (2011), esto se traduce una exigencia de optimización:

Lo racional necesariamente posee la máxima de “hacer lo mejor alcanzable”, según las circunstancias, el contexto y los demás factores implicados. La racionalidad posee un componente normativo sólido: el de realizar no lo bueno, sino lo mejor, bajo determinadas circunstancias y límites y ésta es su característica sobresaliente (p. 28).

Es decir, si algo es racional solo en la medida en que puedo comprobar el provecho que otorga, dejo de lado el caleidoscópico mundo de la libertad, donde hay miles de factores que entran en juego y que no pueden ser reducidos en términos de provecho, o cuantificación demostrable de dicho provecho. Y, que, por tanto, son eliminados del campo de la racionalidad.

Cuestiones derivadas de la noción de razón desde el modelo de la ciencia

En lo que sigue, se analizará en algunos de los problemas derivados de la noción de racionalidad aquí esbozada, por el estrechamiento de dicha razón tanto en su función teórica como en su función práctica.

Desde la perspectiva teórica, el primer problema que se analizará será el de la imposibilidad de la razón, concebida desde el modelo científico, para dar cuenta de aquellos fenómenos que no pueden ser convertidos, en sentido absoluto, en objeto del conocimiento. Es decir, si bien en sentido lato cualquier fenómeno puede ser objeto de la razón, en tanto puede focalizarse y atender a él, en sentido absoluto no pueden serlo todos aquellos en los que el sujeto mismo es comprehendido por el fenómeno que busca comprender. Es lo que ocurre con el mismo ser humano y todo lo que deriva del estudio de su libre despliegue: su cultura, el hecho social, sus emociones, el fenómeno estético, etc.

Ante la imposibilidad de la razón, vista desde el modelo positivista, de abarcar estos fenómenos de modo cabal, se declaran como irracionales. Si algo no es racional, es irracional. Por tanto, si no puedo racionalizar, dar una explicación clara, matemática, precisa, demostrable, ‘objetiva’, de algo, eso no es racional. Esto tiene como consecuencia que se deja sin reflexión toda aquella realidad que no puede ser objeto de la razón científica. La construcción del mundo social se deja al arbitrio de cada uno, o a la suma de las opiniones individuales. Es lo que sucede cuando se reduce la democracia al derecho al voto individual. Se forma gobierno a partir de la suma de voluntades, pero no de la coordinación dialógica de estas. Y esto es un problema moral, que concierne a la razón en su uso práctico.

Este problema lleva a otro, que tal vez se puede invocar como su causa, o al menos una de sus causas: pensar que el conocimiento solo proviene del acto de la razón y todo lo demás no es conocimiento. El acto propio de la razón es un momento activo: se hace uso de la razón. La razón, de hecho, se ejerce. Y lo hace centrando la atención, objetivando o haciendo objeto de atención algo que se ha abierto, de manera previa, de otro modo. Es decir, lo que es objeto del acto propio de la razón no es, de modo previo a tal acto, algo desconocido, sino que es algo que ha sido comprendido de ‘otro’ modo. El conocimiento racional es un modo de conocimiento, o un momento de la comprensión. Es un momento: cuando se centra la atención en algo y se decide realizar un acto por medio del cual me detengo de lo cotidiano y contemplo aquello: puede ser un problema, algo que hasta el momento no había tomado en cuenta, sopesar argumentos en pos de una decisión, o simplemente tomar distancia de la cotidianidad para ‘mirar’ u ‘observar’ aquello que ha provocado el asombro por cualquiera de las razones anteriores. El momento de la objetividad es un momento de la comprensión global de la realidad. Pero antes de ese momento, hay comprensión del todo que rodea al ser humano, de un modo que no es propiamente racional, pero que puede ser a su vez objeto de la razón.

La cuestión es que la comprensión de la realidad no es algo que se realiza solo desde la acción. También se realiza desde la pasión: la comprensión es un juego entre lo que se realiza de manera activa y lo que se padece. Es aquí donde entre el mundo de la afectividad: hay un conocimiento pre-racional o pre-objetivo que se va cristalizando en la afectividad, según veremos. Y esa cristalización afectiva cuyo origen no es el acto propio de la razón, puede ser objeto de la razón y, en tanto puede serlo, es ‘razonable’, según se verá. Esto, por supuesto, solo si se realiza un alejamiento de la noción de razón tal como ha sido caracterizada desde la mirada cientificista.

Un tercer problema es la noción de libertad como consecuencia de esta noción de racionalidad. Si la libertad está a la altura de la razón, y si la razón tiene como nota característica el dominio de la realidad que contempla o que estudia, la libertad, en tanto consecuencia de nuestro ser racional, también es considerada como posibilidad de dominio, control. Y resulta profundamente perturbador que algo impida ese control. Así como el hecho de actuar en contra de lo que racionalmente es evaluado como lo mejor. El problema es que la acción moral no es como la praxis de la ciencia: no hay una ley que se pueda pretender que sea válida de manera universal y que se tiene que aplicar en todos los casos. No. Requiere de la experiencia, que no es lo mismo que el experimento que hace la ciencia para comprobar sus teorías. Y en esa experiencia están involucrados factores complejos, que no pueden reducirse tan fácilmente a leyes universales. El problema de esta concepción de racionalidad, es que, como afirma Bown (1988), “una decisión o creencia racional debe estar basada en una evaluación evidente, por la apropiada aplicación de determinadas reglas” (p. 7).

En esta misma línea de análisis, una última cuestión problemática derivada de todo lo anterior es la consecuente vulnerabilidad de ser humano. El poder que, de hecho, ha dado la ciencia sobre la naturaleza, ha llevado a creer que la razón es absoluta, que todo puede llegar a ser objeto de su acción. Esto ha cegado al ser humano ante el hecho de que ella misma es precaria, y no solo porque —según se dijo— no puede hacer objeto de comprensión aquellos fenómenos por los que el ser humano mismo es comprehendido, sino, aún más, porque la misma razón, en su acción, es precaria, según afirma Rivera (1999). Es decir, no se toma en consideración que la acción propia de la razón depende de supuestos que, como tales, quedan ocultos a la propia acción objetivadora. Por eso resulta tan profundamente sorprendente, por ejemplo, cuando se actúa en contra de las convicciones racionales. Y el problema es, entonces, que no se pude dar cuenta, desde esta noción de racionalidad, de la vulnerabilidad humana. Este problema se relaciona directamente con la cuestión ya mencionada de la afectividad, como cristalización de un modo de conocer la realidad, y esto por dos razones. La primera, porque no se puede tener control sobre el modo como somos afectados, y esto ya es una causa de vulnerabilidad. La segunda, según Nussbaum (2008): “la emoción registra esa sensación de vulnerabilidad y de control imperfecto” (p. 66).

La cuestión, entonces, es qué significa la razón, cuáles son sus verdaderas posibilidades. Y lo que es central: ¿puede la autocomprensión y la comprensión del otro ser humano pretender un dominio absoluto? La situación vital pareciera mostrar que estamos a la deriva de la fortuna, entendiendo por fortuna, afirma Nussbaum (1995) “lo que no le ocurre al ser humano por su propia intervención activa, sino lo que simplemente le sucede, en oposición a lo que hace” (p. 31). Y eso pareciera ser lo que hace vulnerable la vida humana buena y, por tanto, su florecimiento.

El valor cognoscitivo de los afectos

La primera problemática que se abordará para desentrañar el problema de la razón, es la cuestión de la afectividad, pues en ella se conjugan dos de los temas mentados: la cuestión del conocimiento pre-objetivo o pre-racional y la cuestión de la vulnerabilidad, porque ella es notificada por las emociones. Y, por tanto, la profundización sobre la cuestión de la afectividad implica a la razón tanto en su uso teórico como práctico.

Como afirma Heidegger (1997) la actitud del ‘dirigir la mirada’ propia del momento racional de la objetivación, y que la filosofía moderna propone como acto propio del conocer, no es suficientemente originaria. La tarea es, por tanto, descubrir esa actitud originaria, que lo es desde el punto de vista existencial, no solo desde la perspectiva cronológica. Sin embargo, acudir a la perspectiva cronológica o genética pensamos que es fundamental para dar cuenta de tal originariedad. Resulta útil, para este propósito, realizar una descripción que dé cuenta de la génesis misma del conocimiento.

El proceso de comprensión del mundo lo dataremos (por razones prácticas) en el momento en que el niño sale de la madre. Es entonces cuando él se abre al mundo, y descubre una morada. Poco a poco, este despertar irá dándole las capacidades para moverse en medio del mundo, en la medida en que conquista un espacio que siente seguro, en el que se acoge de toda indefensión. Este espacio compartido, esta morada, es el primer lugar donde somos afectados por la realidad. El cuerpo es propio, pero en la morada (ya sea el útero materno, el cuerpo que abraza o la habitación), hay otro, y, en tanto es así, hay mundo. Según Merleau-Ponty (1971):

Desde el primer momento en el que usé de mi cuerpo para explorar el mundo, supe que aquella relación corporal con el mundo podía generalizarse, que se había establecido una ínfima distancia entre mí y el ser, que preservaba los derechos de una nueva percepción del mismo ser. El otro no se halla en ninguna parte en el ser, se desliza en mi percepción por detrás: la experiencia que llevo a cabo de mi aprehensión del mundo es lo que me hace capaz de reconocer otra experiencia y de percibir a otro yo mismo, solo con que, en el interior de mi mundo, se esboce un gesto semejante al mío (p. 198).

Para comprender de manera adecuada la cuestión de la afectividad, resulta crucial la perspectiva que entrega Merleau-Ponty: el mundo no es un conjunto de objetos, sino un universo de sentido, y lo es en tanto hay un ‘otro’, que reconozco como ‘otro yo’, y con el que se establece una comunicación vital, por la que aquello que se aprehende es captado como algo con sentido. El gesto del otro —en primera instancia, de la madre— es el indicio de un mundo que se comienza a abrir para el niño. El gesto de la madre es una indicación, una invitación, una apelación. Esto es central para comprender que el estrato de la disposición afectiva, el estrato primario de valoración de la realidad es esencialmente comunicativo. El mundo se abre entonces desde esta apelación, desde la afección que tiñe el mapa interior, la geografía de los afectos, que son el primer estrato de conocimiento.

El niño, en palabras de Rivera (1999), conoce embargado en el mundo, es decir, afectivamente absorbido en él. Esta apertura radical, esta absorción comprensiva del mundo, es originaria. A muy temprana edad capta el sentido de las cosas, de las palabras de sus padres, y antes de ello, de los gestos. Los gestos corpóreos, los abrazos, los besos son el primer estrato de comunicación. Y el sentido de éstos no es intelectualmente concebido, sino existencialmente captado. El niño comprende de modo vital aquello a lo que se abre: es capaz, poco a poco, de moverse en medio del sentido del mundo, aun cuando no se haya preguntado racionalmente qué es el mundo, o qué sentido objetivo tiene. Esto implica que esa apertura, en tanto pre-reflexiva, es afectiva. El mundo, los sentidos alojados en el mundo, se hacen cuerpo (en la palabra, en los gestos, en la tonalidad de la voz, en los abrazos), penetran el cuerpo del niño, formando su mundo afectivo. Esto implica que, en la medida que conoce el mundo, el sentido de las cosas, las nociones de bien o mal, se va forjando en él un paisaje afectivo que sedimenta ese conocimiento y por el que puede moverse en medio del mundo. No puede dar cuenta intelectualmente, de manera cabal, de lo que sabe, pero sí manifestar, afectivamente, cómo valora las cosas, las situaciones y las personas, el mundo que lo circunda.

La trayectoria vital de la persona se realiza, en primera instancia, por tanto, no desde la objetivación racional, sino desde el afecto originario, desde el cual emerge hacia la conciencia de sí y del mundo. Desde la comunión plena con la madre, emerge hacia el mundo, con el cual va entrando en comunión desde la mediación de los padres, del entorno familiar, del hogar o morada.

Desde esta perspectiva, el cuerpo mismo presenta una intencionalidad que es previa a la intencionalidad propia del conocimiento racional, y que es el estrato originario de conocimiento no solo durante la infancia, sino a lo largo de toda la vida del ser humano. Es lo que Husserl (1962) llama la intencionalidad operante, que no solo es previa, sino fundante de la otra intencionalidad, la del acto, que es propiamente racional. Como afirma Merleau-Ponty (1994):

El movimiento del cuerpo solo puede desempeñar un papel en la percepción del mundo si el mismo es una intencionalidad original, una manera de referirse al objeto distinta del conocimiento [entiéndase conocimiento objetivo]. Es necesario que el mundo esté a nuestro alrededor, no como un sistema de objetos de los cuales hacemos la síntesis, sino como un conjunto abierto de cosas hacia las cuales nos proyectamos (p. 396).

Esta intencionalidad implica una evaluación de la realidad. Es decir, si bien en este primer estrato de captación de mundo no hay actos puramente objetivos, o, en otras palabras, intelecciones sobre qué son las cosas en sí, la afección presenta, ínsita, una evaluación, es decir, una toma de posición, una tensión de la persona respecto de lo captado. Esto implica una proyección vital, o, en palabras de Merleau-Ponty, una polarización hacia aquello que se manifiesta, polarización que llevará al niño, por su capacidad motriz en desarrollo, a moverse en una u otra dirección. Como se dijo, esta intencionalidad primaria, original, es una apelación, y, en tanto lo es, implica una evaluación en orden al propio devenir, que tiene como respuesta la atracción (vivida como impulso a acercarse y poseer y a permanecer en ello, desde la dilatación corpórea) y la repulsión (vivida como impulso a huir, y en caso de que no se pueda huir, se vive como contracción corpórea.) Esta proyección, al no ser voluntaria, afirma Rodríguez Valls (2010), “(…) es referida a una instancia a la que podríamos llamar intencionalidad del cuerpo: una evaluación cognoscitiva de la realidad que realiza el propio cuerpo respecto de la situación orgánica en la que se encuentra frente a la realidad que se le impone” (p. 5).

Los afectos, o la dinámica pasional, son, por tanto, un conocimiento del cuerpo, pero que no puede entenderse como una mera captación de sensaciones, pues ellos abren un mundo. El mundo, así entendido, no es el mero entorno, sino que es aquello que detona por la presencia de otro cuyo gesto da sentido a la realidad, hasta tal punto que la constituye en ‘mundo’ o ‘morada’ en la que se habita. La palabra y el gesto se introducen en la percepción afectiva y eso lleva a que la percepción del mundo, ya en esta intencionalidad corpórea original, esté impregnada de valores dados por la palabra y su valencia emocional. Las categorías de ‘bueno’ y ‘malo’, recibidas en la infancia, así como el reto que le indica al niño que algo es malo; el enojo y la alegría de los padres, que son expresadas lingüística y gestualmente: todo esto impregna la afección. Esto implica, como afirma Husserl (1962), que la intencionalidad original no es una experiencia vital individual, aun cuando el cuerpo propio sea el punto cero de toda orientación y, por tanto, el modo como gesta la afección es siempre único.

En esta misma línea de interpretación, desde una relectura de la ética estoica, Martha Nussbaum (2003) muestra que, se puede afirmar que las emociones se fraguan en dos momentos: el de la apariencia (momento propio de la afección) y el del juicio (que genera a su vez una emoción):

(…) un juicio, para los estoicos, se define como un asentimiento a una apariencia. En otras palabras, es un proceso en dos etapas. Primeramente, a Nikidion se le ocurre, o le llama la atención, que tal o cual cosa es el caso. (Las apariencias o representaciones estoicas suelen ser de naturaleza proposicional). Le parece que es así, ve las cosas así, pero de momento no lo ha aceptado realmente. Puede seguir adelante y aceptar o abrazar la apariencia, comprometerse con ella; en tal caso, la representación se ha convertido en su propio juicio (p. 464).

En su obra Paisajes de pensamiento (2008), la filósofa distingue cuatro elementos en la emoción, que permiten explicar el juicio de valor y que, a su vez, muestran que las emociones no son irracionales, como lo son los actos reflejos y las fuerzas naturales, como el viento o la presión sanguínea. Primero, las emociones son ‘acerca’ de algo: tienen objeto. Y el modo como se relacionan con tal objeto no es el mismo con el que se relaciona una fuerza natural con el suyo, ni tampoco como lo hace un acto reflejo. El reflejo rotular, por ejemplo, se activa sin importar qué es lo que lo activa. Lo mismo pasa con cualquier fuerza natural, como el viento. En cambio, las emociones reciben su identidad del objeto y del modo como se dirigen a ese objeto: el temor es tal respecto de aquello que se teme y por los motivos por los que se teme. El segundo elemento esencial, según Nussbaum es su carácter intencional:

Esto es, figura en la emoción tal como es percibido o interpretado por la persona que la experimenta. Las emociones no son acerca de sus objetos meramente en el sentido de situarlos en el punto de mira y dirigirse hacia ellos, igual que una flecha se dispara hacia el blanco. La relación es más interna y entraña una manera de ver (…) Lo que distingue el temor de la esperanza, el miedo de la aflicción, el amor del odio, no es tanto la identidad del objeto, que puede no cambiar, cuanto la forma de verlo (pp. 49-50).

En tercer lugar, en la forma de percibir el objeto están activas ciertas creencias complejas acerca del mundo y del significado que tal objeto tiene en la construcción de tal mundo. “Para sentir temor, como ya Aristóteles percibió, debo creer que es inminente algún infortunio; que su carácter negativo no es trivial, sino serio; y que el impedirlo escapa a mi completo control” (p. 51). Y el último elemento de la emoción es el valor, es decir, las emociones embisten o abrazan el objeto porque lo aprehenden como revestido de un valor.

La valoración ínsita en la emoción es, por tanto, primaria y originaria respecto del juicio que luego, en el momento de la objetivación racional, se realiza. Esto es hoy afirmado por el conocimiento de la neurociencia. En su estudio sobre los procesos cognitivos de la emoción, Castaño (2017) afirma que:

Los juicios de valor que se encuentran interiormente unidos a la función biológica de las emociones aportan lo subjetivo que acompaña las experiencias, de tal forma que las reacciones afectivas brindan sentido a la vida y a los comportamientos; nos demuestran que no actuamos sin sentido, y que cada una de nuestras acciones se encuentran vinculadas a un sentimiento y a su valencia afectiva (p. 11).

Por tanto, se puede afirmar que solo porque existe este primer ‘juicio’ de valor puede luego realizarse la deliberación racional, pues es en comparación con esta primera evaluación que es posible la distancia y la toma de una nueva posición respecto del objeto valorado. El momento de la objetivación, que es el acto propio de la razón, es aquel por el que se realiza una detención frente a la realidad en la que el ser humano está cotidianamente embargado; se centra la atención en algo, y esto se realiza intencionalmente, voluntariamente, y se ‘ob-serva’ aquello con la intención de aprehenderlo en lo que aquello es en sí. Es importante destacar el carácter voluntario del acto objetivante de la razón, pues muestra una diferencia radical con la intencionaldiad propia de las emociones. El acto de la objetivación puede decidir dónde dirige su atención. Esto es tan radical, que es posible voluntariamente apartar la atención de alguna idea que se sospecha que no conviene descubrir como verdadera, o que no parece suficientemente interesante como para centrarse en ella. No pasa lo mismo con las emociones: ante la presencia de aquello que es abrazado emocionalmente hay una polarización vital. La atención parece dominada por la presencia de aquello que polariza y no es posible evitar a voluntad los efectos que esto tiene sobre quien es afectado por ello. De ahí que, desde la perspectiva lingüística, el modo de hacer referencia a ambos actos es diferente: se dice ‘yo pienso’, usando el verbo en forma activa, y, en cambio, ‘me siento’, usando la forma reflexiva del verbo.

Un último tema crucial para el análisis que se hará luego de la razón práctica es la cuestión del hábito. No bastan los cuatro elementos propios de las emociones para comprender la complejidad cognitiva que portan. Es necesario también atender a las consecuencias de tal estructura. Si las emociones son portadoras de una evaluación por la cual se tiende hacia los objetos hacia los que el ser humano se polariza, eso implica que éste realiza movimientos en pro o en contra de los objetos hacia los que se proyecta o que son embestidos. Y esos movimientos no son deliberados, por lo que no pueden ser considerados, en sentido propio, acciones morales. Pero, según se dijo, tampoco son movimientos irracionales, como puede serlo el movimiento reflejo. Es decir, son movimientos por medio de los cuales el ser humano se orienta en el mundo, y que generan un hábito, establecen un conjunto de tendencias como respuesta a la evaluación, y que van cristalizando como modo de ser o estar orientado al mundo.

El hábito es visto generalmente como una cuestión mecánica o como el resultado de una acción deliberada y repetida. Merleau-Ponty (1994) añade una caracterización diferente que da cuenta del origen del mismo en la intencionalidad del cuerpo operante, y afirma que el hábito es una forma de comprensión que tiene el cuerpo con relación al mundo. Moya (2012) concluye, tras el estudio de la cuestión del hábito en este filósofo, que el hábito es un modo de habitar, e integra aspectos corpóreos, psíquicos y metafísicos. Es un acceso al mundo pre-objetivo: allí se incorpora la cotidianidad vivida, por la cual la persona está anclada al mundo de un modo determinado. Es una toma de posición frente al mundo, una conciencia corporareizada previa a la conciencia reflexiva, y que se adquiere desde la perspectiva motriz y desde la perspectiva perceptiva. Como afirma Merleau-Ponty (1994):

El análisis del hábito motor como extensión de la existencia se prolonga, pues, en un análisis del hábito perceptivo como adquisición de un mundo. Recíprocamente, todo hábito perceptivo es aún un hábito motor y aquí también la captación de una significación se hace por el cuerpo (p. 69).

Es decir, el ser humano habita el mundo desde una tendencia cristalizada en el cuerpo, que es la que le permite moverse en medio del mundo y le permite, a su vez, la novedad en la acción, también de la acción deliberada.

El problema de la acción moral y la razón en su uso práctico

Desde la perspectiva que brinda el carácter cognoscitivo de las emociones, se revela la acción moral de un modo nuevo. La razón práctica, concebida desde la mirada de la ciencia positiva, tiene como tarea la obtención de los mejores medios para alcanzar un fin determinado. En este caso, lo mejor se equipara a lo que rinde mayor provecho. La razón práctica, en su ejercicio deliberativo, tiene que abocarse al cálculo de ese provecho. Esto implica que el objeto de razón son las consecuencias del acto. Es decir, la moralidad del acto, tal como afirma el utilitarismo, está determinada por el mayor beneficio que logra tal acto, por lo que la razón tiene que calcular las consecuencias que el acto en cuestión tendrá. Esta concepción de la acción moral no considera en su cálculo racional el valor cognoscitivo ínsito en las emociones. Quien delibera para decidir una acción a seguir, no puede sino centrarse en las consecuencias del acto mismo; las disposiciones personales frente al objeto evaluado por la razón no juegan ningún papel, salvo que puedan sumarse al total de la satisfacción producida por el acto.

Otro modo de pensar la acción moral, también derivado de la mirada cientificista, es hacer radicar su bondad en la aplicación de la ley universal, como sucede en la ciencia tal como esta se realiza desde la instauración del método científico. Algo es validado como verdadero en la medida en que se ajusta a una ley universal. O, más bien, la misma ley es validada como tal (y sale de la denominación de ‘mera teoría’, cuando es comprobada en la práctica. Esto, llevado al plano moral, se traduce en que una acción es buena cuando se ajusta a deber, como ley universal moral. Es la pretensión de la ética kantiana. Sin embargo, como afirma Gadamer (1997):

La filoso­fía práctica no consiste en la aplicación de la teoría a la práctica […] sino que surge de la experiencia práctica misma gracias a lo que en ella hay de razón y de razonable. Y es que praxis no significa actuar según determinadas reglas o aplicar conocimientos, sino que se refiere a la situacionalidad más original del ser humano en su entorno natural y social (p. 183).

Esta situacionalidad es la que es acreditada por las emociones y es la que debe ser incorporada en la deliberación moral. Esto no implica que lo que se valora y que es notificado en las emociones deba convertirse, per se, en objeto de la acción. Las emociones producen, según se dijo, dos efectos: el primero es la valoración y el segundo, la motivación en pos de una conducta. Sobre el primer efecto no hay control. Sobre el segundo, sí. El ser humano tiene control sobre la acción que decide realizar porque tiene control sobre el sistema motriz. Este hecho ha llevado a que la teoría de la acción moral centre su atención, casi de modo exclusivo, en la acción moral, su objeto y sus consecuencias, dejando de espaldas a la reflexión la cuestión del valor cognoscitivo de los afectos.

De hecho, la doctrina clásica de la virtud toma en consideración dos cosas: la evaluación racional (objetiva) sobre la realidad y la acción que se presente adecuada en esa evaluación. Las emociones son consideradas como puntos de apoyo o de motivación de la acción, cuando la emoción es encauzada hacia la acción. Si bien muestra la importancia de la modulación de las emociones para que estas apoyen o afirmen el deseo del objeto deliberado como bueno, no son consideradas ellas mismas como portadoras de conocimiento. Es decir, esta doctrina pasa por sobre el hecho de que el modo como afecta esa realidad es también una evaluación (no objetiva-racional), que es primaria, es originaria, y que además entrega una información valiosísima, porque no dice solo algo sobre la realidad evaluada, sino también sobre el ser humano mismo, y que, por tanto, tiene que ser objeto de interpretación y debe ser incorporado a la deliberación moral. Según afirma Nussbaum (2008):

En lugar de concebir la moralidad como un sistema de principios que el intelecto imparcial ha de captar y las emociones como motivaciones que apoyan o bien socavan nuestra elección de actuar según esos principios, tendremos que considerar las emociones como parte esencial del sistema de razonamiento ético (pp. 21-22).

Cuando el razonamiento ético toma en consideración solo la evaluación que realiza la razón en su función objetivadora pone al ser humano ante el problema de que dichas evaluaciones provienen de un acto por medio del cual se busca captar lo que los objetos son ‘en sí’. Lo que queda de espaldas a la evaluación es justamente cómo el ser humano se polariza hacia ellos, cómo son ‘en él’, polarización que dice mucho del ser humano mismo, y que, por tanto, es clave para el reconocimiento de su posición vital en el mundo. Para Merleau-Ponty (1994), cuando no se considera en la deliberación la propia situación vital, se corre el riesgo de proponer un proyecto que no sabe nada del propio ser existencial. Y el problema de la anulación de la afectividad como fuente rica de valoración tiene como consecuencia fatídica que no es nunca una anulación existencial. Es decir, quien pretende, desde la deliberación, anular u obviar lo que siente, no deja por eso de sentirlo y aquello no deja de ser constitutivo de su ser, aun cuando se lo proponga. Lo que sucede es que no se hace consciente de aquello que en él se está forjando.

Por su parte, la teoría de la virtud de corte aristotélico presenta el hábito como una costumbre que se adquiere por la repetición de actos, deliberados —mediata o inmediatamente— en el caso del hábito virtuoso, no deliberados en el caso del vicioso. La noción de hábito, en cambio, tal como la concibe Merleau-Ponty (1994) nos pone ante una cuestión central de cara al análisis de la acción moral: cuando tomamos una decisión, no hay comprensión clara y distinta de la propia situación, sino articulación entre el modo habitual de comunicarnos con la realidad, de movernos en ella, y el modo nuevo de toma de decisión. No estamos todo el tiempo deliberando, aunque sí estamos siempre actuando. Y cuando lo hacemos, lo hacemos desde lo que somos, desde una perspectiva, dada por nuestra habitud, nuestro haber, nuestro habitar. Todo lo que hacemos, nuestra interacción con el mundo, consciente e inconsciente, connatural y aprendida, es incorporada, es huella corporal. Y esa huella es la que permite relaciones adecuadas o no adecuadas con el mundo que los circunda. Hay, por tanto, una continua adaptación desde las nuevas percepciones, y el cuerpo responde constituyendo o creando una relación con el mundo que le sirve de base o suelo de sus acciones, que lo hacen habitar como ‘en casa’. “Al asumir un presente, vuelvo a captar, y lo transformo, mi pasado, cambio su sentido, me libero, me deshago del mismo. Pero únicamente lo hago empeñándome en otra parte” (p. 462).

Tal como decíamos al principio, el problema de la noción de razón entendida desde la perspectiva meramente científica es que en su uso práctico esta no puede dar cuenta de la falta de control sobre la propia acción, control que está primariamente supuesto. Es lo que sucede cuando el ser humano lleva a cabo acciones que no son acordes con la evaluación racional objetiva que ha hecho, como sucede en los actos maníacos, en las obsesiones compulsivas, o simplemente cuando ‘se deja llevar’ por la emoción. En ambos casos, pierde el control sobre sus actos justamente porque se ha enquistado una evaluación de la realidad que tiene más fuerza en la acción que toda evaluación racional. De ahí la importancia de incorporar en la deliberación moral la propia situación emocional. Es lo que afirma Nussbaum (1995):

La investigación de nuestra geografía pasional constituye un elemento importante de la actividad de conocernos a nosotros mismos. Más aún, la respuesta de las pasiones es una parte constitutiva del tipo óptimo de reconocimiento de la propia situación práctica (p. 44).

Ahora bien, aceptar la posibilidad de esta incorporación en la deliberación moral, implica concebir la razón misma desde un paradigma diferente al científico, pues es evidente que de la situación emocional no podemos hacer una lectura clara, como lo hacemos de las leyes que rigen la naturaleza; no podemos pretender una objetivación ‘transparente’ de la propia situacionalidad. Es decir, que las emociones, con su contenido evaluativo, entren como elemento fundamental en la deliberación moral, implica hacerse cargo del hecho de que la razón, en su ejercicio práctico, es limitada, y esto por dos razones: el acto mismo de objetivación evaluativa propio de la deliberación es posterior a la evaluación originaria notificada por las emociones. Y no puede tomar una distancia absoluta de esa primera evaluación. Y, segundo, porque las emociones, en el momento de ser objetivadas, dejan de ser ‘sentidas’, por lo que pierden su propia valencia emocional, o su fuerza emocional. Es decir, en la objetivación de las emociones hay algo que se pierde, en tanto queda ‘de espaldas’ a la misma objetivación. Y todo esto tiene una consecuencia radical: la aceptación de la propia vulnerabilidad.

Lo hasta ahora revisado nos lleva, por tanto, a pensar el acto moral y la libertad de tal acto desde una nueva perspectiva. Si bien la libertad como autonomía depende de la deliberación, antes de la posibilidad misma de deliberación hay polarización hacia determinados proyectos, movidos por la evaluación ínsita en el hábito. Eso implica aceptar que la libertad, como afirma Merleau-Ponty (1994), es arraigada: no excluye lo habitual, y pretenderlo es negar nuestro modo de ser. El acto libre no puede pretender destruir la propia situación, sino que lo que sucede, de hecho, es que se ‘engrana con ella’. Y esto no es lo mismo que negar la libertad. Somos seres libres, pero no somos seres absolutamente autónomos. De hecho, la primera ‘autonomía’ (la del niño que va siendo capaz de solucionar los problemas y moverse en el mundo) es posibilitada por el hábito pre-reflexivo, que es la corporeización de la sincronización con el mundo, y que es afectivamente notificada. La razón práctica puede hacerse cargo de las evaluaciones afectivas y ponerlas en relación con las realizadas por la objetivación racional, pero no puede pretender hacerlo desde una lectura ‘perfecta’, nítida. En este sentido, las emociones, como el propio cuerpo con sus hábitos, no puede ser ‘objetivadas’ en sentido absoluto. “El cuerpo no es, pues, objeto. Por la misma razón, la consciencia que del mismo tengo, no es un pensamiento, eso es, no puedo descomponerlo y recomponerlo para formarme al respecto uno idea clara” (p. 215).

La acción deliberada tiene que contar con el hecho de que no puede aplicar a la vida lo que ve intelectualmente (o racionalmente) como se aplica una ley científica a la naturaleza. Porque tiene que contar con todo aquello que ha incorporado (que es cultural, familiar, historia pasada, el lenguaje desde el que evalúo de manera pre-reflexiva la realidad), y que es el modo de habitar el mundo. Y no puede ‘reclamársele’ a la cultura (que condiciona nuestras creencias) o al lenguaje que impidan la libertad, porque, según hemos visto, sin esa ‘habitualidad’ tampoco podríamos ser libres. El sujeto libre no es un sujeto autoconstituido desde cero desde sí mismo, como pretende la idea de sujeto autónomo. Es un sujeto en el que siempre está en juego el hábito y la espontaneidad. Y la razón, en este sentido, es precaria, por lo que el sujeto no puede evitar su vulnerabilidad.

La deliberación moral no es, por tanto, equiparable a la acción calculadora: los factores que entran en la ponderación no pueden ser reducidos a dígitos ni hay datos que se nos presenten de modo transparente ante la conciencia objetiva. No es posible una acción ‘correcta’, como es correcto el resultado de una ecuación, o la suma de ‘pros’ y ‘contras’ en el análisis de las consecuencias de la acción. El ‘provecho’ de la acción no es la perspectiva adecuada para descubrir su valor moral, ni, por tanto, lo puede ser tampoco la eficacia de la acción.

El modelo de la obra de arte: uso teórico y práctico de la razón

De lo dicho hasta ahora podemos concluir que la razón tiene posibilidades más profundas y radicales que el mero acto de matriz científica, por el que se objetiva la naturaleza o los artefactos. Pero a la vez, tiene que reconocer su precariedad. Cuando su objeto es el mismo ser humano y su actuar libre, del que nace la cultura, la organización social, el lenguaje, el arte, etc., no hay posibilidad de reducir el caleidoscópico mundo que despliega datos comprobables, a datos positivos. No podemos poseer sin residuo el mundo, desde la razón, lo que no implica que a la razón le esté vedado todo campo en el que no puede ejercer un dominio absoluto. Como dice Merlau-Ponty (1994):

El error de las filosofías reflexivas estriba en creer que el sujeto meditante puede absorber en su meditación, o captar sin residuo alguno, el objeto acerca del cual medita, que nuestro ser pueda reducirse a nuestro saber. Nosotros no somos jamás como sujeto meditante el sujeto irreflejo que queremos conocer; pero tampoco podemos devenir enteramente consciencia, reducirnos a la consciencia trascendental. Si fuésemos la consciencia, tendríamos que tener el mundo delante de nosotros, nuestra historia, los objetos percibidos en su singularidad como sistemas de relaciones transparentes (p. 83).

La cuestión que queda aún por resolver es cuál es la posibilidad real de la razón. En este punto resulta iluminadora la reflexión que lleva a cabo Gadamer sobre la comprensión. La consideración de la emocionalidad como parte integrante de nuestro conocimiento, así como la consideración de la precariedad de la razón nos lleva a comprender la propia capacidad de conocimiento de manera nueva. Lo primero: la comprensión de la realidad no se lleva a cabo solo desde la acción de la razón (en su acto de objetivación), sino también desde la pasión, en la que reside la recepción del lenguaje, de las creencias familiares y culturales, y el hábito, como modo de sincronización entre lo recibido y la acción motora. Esta precariedad lleva a que el acto de la razón quede mejor calificado desde la noción de contemplación u observación (para rescatar el prefijo latino ob, que significa que algo se pone en frente). Y esto porque en la misma noción de objetivación resuena la idea de manipulación, dominio, control y comprobación, actos a los que la razón no puede aspirar en los dominios que hemos analizado. El ser humano que se dispone a comprender el mundo (no a actuar en él) sería entonces concebido como espectador que participa, desde esa misma contemplación, en el espectáculo.

Gadamer (1993) para mostrar qué implica la comprensión, acude a la recuperación de la noción de teoría, tal como la entendían los griegos. Theorós, para los griegos era la persona que participaba en una embajada festiva, en la que su función estaba determinada por la sola asistencia. Este concepto remite al espectador en el sentido más auténtico de la palabra: participa en el acto festivo y dicha participación determina su carácter jurídico sacral. La filosofía griega entendía, por tanto, la teoría como el asistir a lo que es, pero esta asistencia contemplativa no estaba determinada desde la acción de la subjetividad, sino desde lo contemplado.

La teoría, desde esta perspectiva, era verdadera participación, un padecer el arrastre de la contemplación más que un hacer. El objetivo de la actividad teórica estribaba, por tanto, no en el control de lo observado, como ocurre en la ciencia, ni la transformación de lo observado, sino en la participación de la verdad manifiesta. Desde esta perspectiva, la razón teórica tendría como acto propio el detenerse o apartarse de la acción cotidiana, de los pragma, para comprometerse en la contemplación del espectáculo de la realidad, pero no para transformarlo, sino solo para contemplarlo, afirma Rivera (1999). Ahora bien, esta asistencia no es puramente pasiva, sino que hay, como decíamos, una acción. O, más bien, dos: la primera sería la de disponerse a la contemplación misma y la segunda, atender a lo contemplado. Como ocurre en una obra teatral, por ejemplo, quien se dispone a ser espectador, sabe que no tiene que actuar frente a los hechos presentados como actuaría en la vida cotidiana. No tiene que resolver problemas o deliberar sobre la acción moral en pos de una decisión. Es decir, su acción debe limitarse a la contemplación, no a la intervención sobre lo que contempla. En este sentido, es una contemplación de que sucede ‘en sí’, no ‘para mí’; no es una contemplación con vistas a la acción. El paradigma de la contemplación como participación sirve, por tanto, a Gadamer, para caracterizar el acto propio de la razón en su uso teórico.

El ejemplo paradigmático, para este autor (1993), de este tipo de participación contemplativa se da en la tragedia griega, pues en ella el objetivo no es la simple presentación de unos acontecimientos, sino la catarsis del espectador. El efecto sobre el espectador de la obra es parte, por tanto, de la esencia de lo trágico. Por esto, la participación del espectador en la tragedia es constitutiva de la tragedia misma, y su contemplación es una estricta participación. La presencia del espectador no se le añade a la obra como algo accidental. Ahora bien, esta participación del espectador no es una acción que interfiera en la trama presentada por la obra trágica: él solo puede aceptar los acontecimientos. Sin embargo, los hechos presentados están ahí para lograr el efecto en el espectador. Su papel de observador, no de actor, es crucial, pues de lo contrario la obra trágica no existiría. Para él es para quien se actúa, para quien se hace tragedia. Pero lo que interesa es la obra en sí. Desde esta perspectiva, la noción de razón teórica recupera lo que para Aristóteles era un afán exclusivamente humano: el saber por saber.

Ahora bien, el modelo de la tragedia nos provee aún otro elemento para nuestra reflexión: ser humano, cuando contempla el mundo desde la ‘distancia’ de la observación, se compromete con él y lo hace también desde sus disposiciones afectivas. Es decir, si en la vida misma la primera esfera de valoración es la emocionalidad, el ejercicio por excelencia de la razón no puede sino comprometer esa misma esfera de valor, pero ahora desde la distancia que provee el acto de razón teórica. Cuando la razón se dispone a observar el mundo humano sin actuar en él y sin el objetivo de utilizarlo, la esfera de las emociones también se pone en juego, como sucede en la tragedia, que tiene como objetivo la catarsis del espectador. En este sentido, la misma contemplación de la realidad implicaría una catarsis existencial, una liberación. El espectador de la obra, además, sabe que su propia comprensión de la misma depende de la interpretación que hacen los actores, y, más allá, el mismo director. Y no solo eso: ante una obra queda en evidencia que esa misma interpretación está impregnada de valoraciones emocionales, con las creencias ínsitas que conllevan. No hay, por tanto, una comprensión neutral o clara, reductible a datos. Como tampoco la hay del mundo.

Nussbaum (1995), por su parte, también se sirve del modelo de la tragedia griega, pero con un objetivo diferente al de Gadamer. Como en toda su obra, su interés se centra en la razón práctica, en la cuestión de la deliberación moral. Para esta autora, la tragedia trata esencialmente de la vulnerabilidad del ser humano, del problema de su libertad, que muestra, por una parte, la racionalidad del hombre, que pretende y cree dominar el decurso de su vida, y la confrontación con la fortuna, con todo aquello que le ocurre a la persona sin su intervención activa, lo que simplemente le sucede. De lo que trata la tragedia es justamente de mostrar el fracaso de “(...) la aspiración a la autosuficiencia racional en el pensamiento ético griego; dicha aspiración puede caracterizarse como el deseo de poner a salvo de la fortuna el bien de la vida humana mediante el poder de la razón” (p. 31). La seducción del alma del espectador apunta precisamente a una participación en este fracaso, que implica un conocimiento de la vulnerabilidad humana. Esta vulnerabilidad se da en tres niveles: el primero es el de las actividades y relaciones que, por su naturaleza, son especialmente vulnerables al cambio y a la mudanza. Toda relación interhumana está sujeta a esta vulnerabilidad inmanejable de quien las ejerce y de la persona con la que entra en relación. El segundo nivel es el de las relaciones mutuas entre las actividades que el ser humano lleva a cabo, actividades que, de hecho, en más de un momento se oponen, y requieren cursos de acción incompatibles. El tercer nivel designa la relación entre la autosuficiencia de la razón y las partes menos gobernables de la estructura interna del ser humano. El efecto de la purgación, la seducción de la tragedia, no solo, dice la autora, mostrará estos tres niveles de conflicto, sino que hará participar al espectador de esta vulnerabilidad.

El tipo de conocimiento al que invitaba la tragedia, para los griegos, no era, por tanto, según Nussbaum (1995) solo el de una reflexión temática de la cuestión ética, sino una mostración del problema ético de la vulnerabilidad y una participación del problema desde el efecto catártico, que manifestaba esa misma vulnerabilidad. Para los griegos no existía una radical separación entre lo que hoy consideramos textos filosóficos y los textos literarios: ambos eran reflexiones igualmente importantes del asunto ético: “Para ellos existían las vidas humanas y sus problemas, y, por otra parte, diversos géneros en prosa y verso en cuyo marco se podía reflexionar sobre tales asuntos” (p. 40). La importancia de la exhibición de la verdad se muestra, entonces, en la dinámica de la tragedia, en la que el espectador encuentra una verdad, que se le manifiesta. La participación, por tanto, lo es en el sentido más estricto de la palabra. No solo se le exhibe al espectador la verdad mostrándole un mundo, que ‘remite a’ o ‘abre un nuevo sentido’ a su mundo, sino que él mismo participa de ese mundo abierto y comprende su verdad desde su propia experiencia frente a la obra. Para quien cobra sentido, hace una experiencia de la verdad que tiene ante los ojos, uniendo a la actividad cognoscitiva una respuesta emotiva.

El hecho mismo de que la respuesta del espectador implique la emotividad, es para la autora un hecho crucial, pues la misma contemplación nos lleva a poner en juego el dispositivo psicofísico con el que cuenta el ser humano para acceder a la esfera del valor. De este modo, tanto la tragedia como cualquier obra literaria nos provee de una experiencia de nuestra propia situacionalidad emocional, pero de un modo diferente a como esta se pone en juego en la acción cotidiana: lo hace desde la distancia de la representación. Lo que el espectador contempla, suscita una emoción, que se liga, por tanto, con su esfera íntima de valor. El hecho de que estas emociones emerjan frente a la obra narrativa o a la tragedia, tiene como ventaja que lo hacen fuera de la esfera de la acción, en la que se exige una respuesta inmediata. Es decir, en medio de los pragma, las emociones suelen ser motores de acción, y, en muchos casos, de una acción no deliberada. O bien, en la deliberación misma, el apremio por una respuesta de cara a la acción exigida suele llevar a que no reparemos en el contenido cognitivo de la emoción. Justamente porque lo que se exige es una acción.

Para Nussbaum, por tanto, las obras literarias se presentan como una oportunidad para que el ser humano descubra lo que realmente valora o cree. Son, por eso, ocasiones privilegiadas para la deliberación moral. Cuando accedemos a la historia narrada, nos comprometemos, según veíamos, como lectores-espectadores, con la narración. Pero el compromiso no es, en sentido primario, moral, sino ficcional. Esto permite un escenario menos riesgoso, más controlado, que el escenario vital para la emergencia de la emoción. Y permite la toma de distancia —de una distancia relativa— necesaria para la deliberación, a la vez que permite hacernos cargo de la esfera de la emocionalidad, sin pretender controlarla. La literatura, por tanto, nos permite contemplar la propia emocionalidad de un modo más libre, es decir, en un momento de libertad que no esté urgida por la necesidad de tomar una decisión. Esta libertad propicia, por tanto, una reflexión profunda de nuestro propio ser, que tiene ante sí no solo el futuro, la acción futura que debemos realizar, sino el pasado, pues en la emoción se acredita un reconocimiento de nuestra historia y de nuestra situación cultural, nuestro modo de habitar el mundo, imprescindible para una deliberación moral genuina.

Una última cuestión, que no trataremos en profundidad pero que nos parece importante apuntar, es la relevancia que la autora otorga a la literatura en la formación de ciudadanos democráticos. Para ella, la imaginación narrativa nos permite forjar la empatía, pues a través del ejercicio de ser lectores o espectadores nos podemos poner en la situación del otro desde el lugar de la propia vulnerabilidad, para comulgar, en ese lugar, con la vulnerabilidad del otro. Es decir, mediante la imaginación, la literatura nos lleva a ocupar posiciones que no son las que tenemos en la vida real, y en esas posiciones emergen emociones que nos trasladan, desde nuestra esfera primaria de valor, a la esfera de valor de quien sí ocupa esa posición en la vida real. Esto nos hace capaces, por tanto, de un diálogo genuino con el otro más humano, pues está propiciado por la empatía. Y nos hace, más aún, descubrir las valoraciones comunes, pues si somos capaces de empatizar, es porque hay, latentes en las emociones, valoraciones primarias del mundo compartidas.

Conclusiones

El hecho mismo que el primer estrato de valoración no sea deliberado, implica que la acción misma de la razón es mucha más compleja de lo que suele creerse desde las teorías objetivistas. En la emocionalidad, que es el primer dispositivo de valoración, se encuentran ínsitas creencias y modos de abrazar la realidad que no son triviales, y que no pueden se ignoradas en la deliberación moral. Solo podemos acceder al plano del valor desde la emoción, por lo que no se debe suprimir ese plano, porque de hacerlo limitamos ese mismo acto deliberativo.

Ahora bien, comprender el acto propio de la razón teórica desde el paradigma de la contemplación y participación, resulta, por tanto, fundamental para una reorientación del acto de la razón práctica. Solo porque el acto de la razón teórica, que es el acto por medio del cual el ser humano busca lo que el mundo es ‘en sí’, puede, desde las perspectivas aquí revisadas, tener por objeto al propio ser humano y el mundo que este construye, es posible comprender el acto de deliberación moral incluyendo en él la propia emocionalidad. Es decir, solo si la misma emoción puede ser llevada a contemplación, puede la deliberación moral incluir las valoraciones ínsitas en ella como parte de su ponderación. Esta posibilidad, según vimos, es ella misma limitada por la complejidad de factores que implica la emoción y porque la razón misma, en su acción, depende de presupuestos (presupuestos que están también inscritos en la emocionalidad y que no pueden ser poseídos sin residuo en la reflexión). Esta limitación implica la aceptación de la propia vulnerabilidad, en tanto la deliberación no puede asumir en su reflexión todos los factores que inciden en la construcción del mundo. Y no solo eso, implica disponerse a experimentar esa vulnerabilidad, pues en el ejercicio de contemplación de las propias emociones nos enfrentamos a esas mismas emociones en las que se acredita la falta de control sobre nosotros mismos.

El desafío que nos plantea el tema aquí abordado tiene múltiples aristas. Una de ellas apunta directamente a la educación. Y esta, desde diferentes perspectivas. Una de ellas es la que plantea Cepeda (2021) en su estudio sobre el sujeto en las ciencias cognitivas:

Enfatizar las emociones como proceso de desarrollo humano es una tarea que puede y debe insertarse en el terreno educativo, el funcionamiento del cerebro está íntimamente ligado con la dimensión emocional, y esta a su vez, con las experiencias que se van registrando a partir del contacto con el medio ambiente, por lo tanto, retomar esta consideración no solo se concibe como un panorama favorecedor para el sujeto, sino también para la sociedad (p. 131).

Muy congruente con la anterior es la perspectiva que aborda Nussbaum en Sin fines de lucro (2010): la tarea que resulta urgente es la formación de ciudadanos democráticos, y para ello es crucial la educación en las artes y la literatura, pues estas disciplinas permiten la formación de la empatía. La aceptación de la propia vulnerabilidad y el encuentro con el otro desde esa vulnerabilidad propicia, según decíamos, un diálogo profundo con el otro, pues se derriba la natural actitud de defensa hacia el otro. Además, con ello se reestablece la confianza, ya no entendida como resultado del control absoluto, sino como fe en otro que es a la vez vulnerable. Nussbaum (1997) afirma:

Las obras literarias que promueven la identificación y la reacción emocional derriban esas estratagemas de autoprotección, nos obligan a ver de cerca muchas cosas que pueden ser dolorosas de enfrentar y vuelven digerible este proceso al brindarnos placer en el acto mismo del enfrentamiento (p. 30).

Ahora bien, no solo es importante la educación en las artes para este fin. También es importante en la medida en que la formación artística lleva a recuperar una actividad propia de la razón: la contemplación. La puesta en práctica de esta actitud en el proceso de educación lleva al desarrollo de la capacidad de interesarse gratuitamente por la verdad. En el campo de las artes, esta gratuidad es esencial, por lo que se presenta como un escenario propicio para volver a una relación con la verdad que no esté marcada por la utilidad o provecho. Es decir, no solo es necesario, como propone Nussbaum, recuperar la literatura y el arte como lugar de reconocimiento de la situacionalidad propia y la del otro, en pos de una deliberación más rica y del reconocimiento de la propia vulnerabilidad, sino también recuperar el ejercicio mismo de la contemplación gratuita, para volver al ejercicio del saber por saber, que detonó la filosofía.

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Notas de autor

[1] Doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, España. Magister en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, España. Licenciada en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Licenciada en Letras hispánicas por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente profesora asistente adjunta de la Pontificia Universidad Católica de Chile y directora de Academia Kairós (www.kairosfilosofia.com).

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